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Mensaje

LXXXII Jornada Mundial de las Misiones 2008

Siervos y apóstoles de Cristo Jesús

19 de octubre de 2008


Temas: mundo actual y evangelización (san Pablo).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/messages/missions/documents/hf_ben-xvi_mes_20080511_world-mission-day-2008_sp.html

Publicado: BOA 2008, 352.


  • Introducción
  • 1. La humanidad necesita liberación
  • 2. La misión es cuestión de amor
  • 3. Evangelizar siempre
  • 4. “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Co 9,16)
  • Conclusión

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    Queridos hermanos y hermanas:

    Con ocasión de la Jornada Mundial de las Misiones, quiero invitaros a reflexionar sobre la urgencia permanente de anunciar el Evangelio también en nuestro tiempo. El mandato misionero sigue siendo una prioridad absoluta para todos los bautizados, llamados a ser «siervos y apóstoles de Cristo Jesús» al comienzo de este milenio. Mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, afirmó en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi que «evangelizar constituye la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» (n. 14).

    Como modelo de este compromiso apostólico, deseo señalar de manera particular a san Pablo, el Apóstol de los gentiles, pues este año celebramos un jubileo especial dedicado a él. Es el Año paulino, que nos ofrece la oportunidad de familiarizarnos con este insigne Apóstol, que recibió la vocación de proclamar el Evangelio a los gentiles, según lo que el Señor le había anunciado: «Ve, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles» (Hch 22,21). ¿Cómo no aprovechar la oportunidad que ofrece este jubileo especial a las Iglesias locales, a las comunidades cristianas y a cada uno de los fieles para propagar hasta los confines del mundo el anuncio del Evangelio, «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1,16)?

    1. La humanidad necesita liberación

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    La humanidad necesita ser liberada y redimida. La creación misma —dice san Pablo— sufre y alberga la esperanza de entrar en la libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8,19-22). Estas palabras son verdaderas también en el mundo actual. La creación sufre. La humanidad sufre y espera la verdadera libertad, espera un mundo diferente, mejor; espera la “redención”. Y en el fondo sabe que este mundo nuevo esperado supone un hombre nuevo, supone ser “hijos de Dios”. Veamos más de cerca la situación del mundo de hoy.

    El panorama internacional, por una parte, presenta perspectivas de un desarrollo económico y social prometedor; pero, por otra, trae a nuestra atención algunas preocupaciones graves respecto al futuro mismo del hombre. En no pocos casos, la violencia marca las relaciones entre las personas y entre los pueblos; la pobreza oprime a millones de seres humanos; las discriminaciones e incluso las persecuciones por motivos raciales, culturales y religiosos obligan a muchas personas a huir de sus países para buscar refugio y protección en otros; el progreso tecnológico, cuando no busca la dignidad y el bien del hombre ni está subordinado a un desarrollo solidario, pierde su fuerza como factor de esperanza, y corre el riesgo de acentuar los desequilibrios e injusticias ya existentes. Hay, además, una amenaza constante en la relación hombre-medio ambiente, debido al uso indiscriminado de los recursos, con repercusiones sobre la salud física y mental del ser humano. El futuro del hombre está amenazado por los atentados contra su vida, los cuales asumen varias formas y modos.

    Ante este escenario, «agitados entre la esperanza y la angustia, nos atormenta la inquietud» (Gaudium et spes, 4) , y nos preguntamos preocupados: ¿qué será de la humanidad y de la creación? ¿Hay esperanza para el futuro?, o mejor, ¿hay un futuro para la humanidad? ¿Y cómo será ese futuro? A los creyentes la respuesta a estos interrogantes nos viene del Evangelio. Cristo es nuestro futuro y, como escribí en la Carta Encíclica Spe salvi , su Evangelio es una comunicación que «cambia la vida», da la esperanza, abre de par en par la oscura puerta del tiempo e ilumina el futuro de la humanidad y del universo (cf. n. 2).

    San Pablo había comprendido muy bien que sólo en Cristo la humanidad puede encontrar redención y esperanza. Por ello, sentía que era urgente y apremiante la misión de «anunciar la promesa de la vida en Cristo Jesús» (2Tm 1,1), «nuestra esperanza» (1Tm 1,1), para que todos los pueblos pudieran ser coherederos y copartícipes de la promesa hecha por medio del Evangelio (cf. Ef 3,6). Era consciente de que la humanidad, privada de Cristo, está «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12); «sin esperanza, por estar sin Dios» (cf. Spe salvi, 3). Efectivamente, «quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12)» (ibíd., 27).

    2. La misión es cuestión de amor

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    Es, pues, un deber urgente para todos anunciar a Cristo y su mensaje salvífico. «¡Ay de mí —afirmaba san Pablo— si no predicara el Evangelio!» (1Co 9,16). En el camino de Damasco había experimentado y comprendido que la redención y la misión son obra de Dios y su amor. El amor a Cristo lo impulsó a recorrer los caminos del Imperio Romano como heraldo, apóstol, pregonero y maestro del Evangelio, del que se proclamaba «embajador entre cadenas» (Ef 6,20). La caridad divina lo llevó a hacerse «todo a todos para salvar a toda costa a algunos» (1Co 9,22).

    Contemplando la experiencia de san Pablo, comprendemos que la actividad misionera es una respuesta al amor con el que Dios nos ama. Su amor nos redime y nos impulsa a la missio ad gentes; es la energía espiritual capaz de hacer crecer la armonía, la justicia y la comunión entre las personas, razas y pueblos, algo a lo que todos aspiran (cf. Deus caritas est, 12) . Por tanto, Dios, que es Amor, es quien conduce a la Iglesia hacia las fronteras de la humanidad, y llama a los evangelizadores a beber «de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios» (Deus caritas est, 7). Solamente de esta fuente se pueden sacar la atención, la ternura, la compasión, la acogida, la disponibilidad, el interés por los problemas de la gente y las demás virtudes que necesitan los mensajeros del Evangelio para dejarlo todo y dedicarse completa e incondicionalmente a difundir por el mundo el perfume de la caridad de Cristo.

    3. Evangelizar siempre

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    Mientras la primera evangelización continúa siendo necesaria y urgente en no pocas regiones del mundo, la escasez de clero y la falta de vocaciones afectan hoy a muchas diócesis e institutos de vida consagrada. Es importante reafirmar que, aun en medio de crecientes dificultades, el mandato de Cristo de evangelizar a todas las gentes sigue siendo una prioridad. Ninguna razón puede justificar su ralentización o estancamiento, porque «la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia» (Evangelii nuntiandi, 14). Esta misión «se halla todavía en los comienzos y debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio» (Redemptoris missio, 1). ¿Cómo no pensar aquí en el macedonio que, apareciéndose en sueños a san Pablo, gritaba: «Pasa a Macedonia y ayúdanos»? Hoy son innumerables los que esperan el anuncio del Evangelio, los que se encuentran sedientos de esperanza y amor. ¡Cuántos se dejan interpelar hasta lo más profundo por esta petición de ayuda que se eleva desde la humanidad, dejan todo por Cristo y transmiten a los hombres la fe y el amor a Él! (cf. Spe salvi, 8).

    4. “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Co 9,16)

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    Queridos hermanos y hermanas, «duc in altum!». Internémonos en el vasto mar del mundo y, siguiendo la invitación de Jesús, echemos sin miedo las redes, confiando en su ayuda constante. San Pablo nos recuerda que predicar el Evangelio no es motivo de gloria (cf. 1Co 9,16), sino deber y gozo. Queridos hermanos obispos, siguiendo el ejemplo de san Pablo, cada uno ha de sentirse «prisionero de Cristo para los gentiles» (Ef 3,1), sabiendo que en las dificultades y pruebas podrá contar con la fuerza que nos viene de Él. El obispo es consagrado no sólo para su diócesis, sino para la salvación de todo el mundo (cf. Redemptoris missio, 63). Como el apóstol Pablo, está llamado a preocuparse de quienes están lejos y todavía no conocen a Cristo o no han experimentado su amor liberador; debe hacer que toda la comunidad diocesana sea misionera, contribuyendo de buen grado, según las posibilidades, a enviar presbíteros y laicos a otras iglesias para el servicio de la evangelización. La missio ad gentes se convierte así en el principio unificador y convergente de toda su actividad pastoral y caritativa.

    Vosotros, queridos presbíteros, los primeros colaboradores de los obispos, sed pastores generosos y evangelizadores entusiastas. En las últimas decadas, no pocos de vosotros os habéis desplazado a territorios de misión como respuesta a la Encíclica Fidei donum, cuyo 50º Aniversario hemos conmemorado recientemente, y con la cual mi venerado predecesor el siervo de Dios Pío XII impulsó la cooperación entre las Iglesias. Confío en que no disminuya esta tensión misionera en las Iglesias locales, a pesar de la escasez de clero que aflige a no pocas de ellas.

    Y vosotros, queridos religiosos y religiosas, con vocaciones caracterizadas por una fuerte connotación misionera, llevad el anuncio del Evangelio a todos, especialmente a los que están lejos, por medio de un testimonio coherente de Cristo y un seguimiento radical de su Evangelio.

    Todos vosotros, queridos fieles laicos, que trabajáis en los diferentes ámbitos de la sociedad, estáis llamados a participar, de una manera cada vez más importante, en la difusión del Evangelio. Así, se abre ante vosotros un areópago complejo y multiforme a evangelizar: el mundo. Dad testimonio con vuestra vida de que los cristianos «pertenecen a una sociedad nueva, hacia la cual están en camino y que es anticipada en su peregrinación» (Spe salvi, 4).

    Conclusión

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    Queridos hermanos y hermanas, que la celebración de la Jornada Mundial de las Misiones os anime a todos a tomar conciencia de forma renovada de la necesidad urgente de anunciar el Evangelio. No puedo dejar de subrayar con sincero aprecio la aportación de las Obras Misionales Pontificias a la acción evangelizadora de la Iglesia. Les doy las gracias por el apoyo que ofrecen a todas las comunidades, especialmente a las jóvenes. Son un instrumento válido para animar y formar en el espíritu misionero al pueblo de Dios, y alimentan la comunión de bienes y personas entre las diferentes partes del Cuerpo místico de Cristo. Que la colecta que se hace en todas las parroquias durante la Jornada Mundial de las Misiones sea signo de comunión y de preocupación recíproca entre las Iglesias.

    Por último, es preciso que en el pueblo cristiano se intensifique cada vez más la oración, medio espiritual indispensable para difundir entre todos los pueblos la luz de Cristo, «luz por antonomasia», que ilumina «las tinieblas de la historia» (ibíd., 49). A la vez que encomiendo al Señor el trabajo apostólico de los misioneros, de las Iglesias esparcidas por el mundo y de los fieles comprometidos en diferentes actividades misioneras, invocando la intercesión del apóstol san Pablo y de María santísima, «el Arca viviente de la Alianza», Estrella de la evangelización y la esperanza, imparto a todos la bendición apostólica.

    Vaticano, 11 de mayo de 2008.