Valladolid y la Diócesis celebran la festividad de su patrón, San Pedro Regalado
13 mayo, 2018Celebramos hoy, 13 de mayo, la fiesta de San Pedro Regalado, patrono de la ciudad y de la diócesis de Valladolid. Este año coincide no solo con la conmemoración de la Virgen de Fátima sino también con la solemnidad de la Ascensión del Señor. La memoria litúrgica del Regalado, como frecuentemente se le designa, nos ha convocado a sus fieles y paisanos. Saludo con respeto y afecto a las autoridades que han querido unirse a esta celebración en la Catedral, ya que la iglesia de El Salvador queda pequeña para el número de participantes. Quiero ver en esta presencia la intención de prolongar una tradición en que arraigan las raíces éticas de nuestra sociedad. Valladolid, sin la memoria de San Pedro Regalado y sin la Semana Santa, quedaría mutilada. Es verdad que otros ingredientes confluyen en nuestro presente, pero sería desconsideración, empobrecimiento y disminución de nuestra vitalidad presente y de nuestra esperanza de cara al futuro orillar y excluir la dimensión religiosa vivida gozosamente por muchos y ofrecida respetuosamente a todos. La memoria cristiana de San Pedro Regalado es parte positiva de nuestra historia que debe ser apreciada y promovida.
Memoria de San Pedro Regalado
Refresquemos la memoria sobre nuestro patrono; el recuerdo actualizado nos lo aproxima como un vecino inolvidable de nuestra ciudad. Pedro Regalado y de la Costanilla nació en Valladolid por el año 1390. Una inscripción, colocada cerca de la plaza del Ochavo y al comienzo de la calle Platerías, señala aproximadamente el emplazamiento donde amaneció a la luz de este mundo. Fue bautizado en la parroquia del Santísimo Salvador, donde se conserva la pila bautismal. Aunque sea grande la distancia temporal, cultural y social, tiene mucho que decirnos a quienes celebramos hoy su fiesta. Pronto, a los trece o catorce años, conoció a Fr. Pedro de Villacreces, reformador en nuestras latitudes de la orden franciscana. Vivió en el eremitorio de La Aguilera, llamado “Domus Dei”, cerca de Aranda de Duero. Siendo ya sacerdote colaboró en la fundación de “Scala Coeli” en El Abrojo (Laguna de Duero), del que más tarde sería superior de la comunidad, llamado con el significativo nombre de “guardián”. Su fama de predicador se extendió por los pueblos de la Ribera de Duero. Por su vida evangélica y franciscana fue conocido como “flor de la reforma franciscana”. Murió en La Aguilera, el 30 de marzo de 1456. Allí fue enterrado y se conserva su sepulcro, que nos habla de fidelidad a Jesucristo pobre, y amigo de los pobres. Su intercesión ante el Señor es para nosotros motivo de esperanza.
En el convento del Abrojo, en este rincón que fue foco del evangelismo franciscano, vivieron frailes de amplia irradiación espiritual y geográfica. Allí estuvo Fr. Juan de Zumárraga, nacido en Durango (Vizcaya), ordenado obispo en Valladolid en el año 1533, que fue el primer arzobispo de México y defendió la dignidad de los indios luchando contra su esclavitud; reconoció la autenticidad de las apariciones de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego, patrona y corazón espiritual de México y santuario por excelencia de América Latina. También pasó por el Abrojo Fr. Francisco de San Miguel de La Parrilla, nacido en esta localidad vallisoletana. Fue martirizado en Japón, el año 1597, junto con un grupo de jesuitas, franciscanos y laicos, presididos por San Pedro Bautista Blásquez, nacido en San Esteban del Valle (Ávila). Murieron crucificados. Su fiesta se celebra el 6 de febrero.
El sepulcro de San Pedro Regalado nos habla de santidad y de esperanza. La esperanza que alentó la vida de nuestro patrono, también ante la muerte, fue como un ancla clavada más allá de este mundo que le otorgó serenidad en medio de desconciertos y vacilaciones (cf. Heb. 6, 18-20). El ancla es la imagen privilegiada de la esperanza en la iconografía cristiana del siglo II. La esperanza nos sostiene en las pruebas y otorga un sentido luminoso a la vida. ¿Qué podríamos hacer si nos falta la esperanza? No tendríamos arrestos ni decisión sacrificada para vivir, trabajar, hacer el bien y afrontar la prueba suprema de nuestra existencia.
La Asunción del Señor, fiesta de esperanza
De la esperanza nos habla precisamente la fiesta de la Ascensión del Señor que estamos celebrando. La vida humana no está cerrada en sí misma. Podemos levantar nuestra mirada hacia lo salto, hacia el cielo, hacia la eternidad, hacia el futuro absoluto. Sin esperanza el hombre pierde aliento y se asfixia espiritualmente.
Qué mensaje emite para nosotros la Ascensión. No nos invita a contemplar a un superhombre que vuela sobre las nubes. Jesús, que fue crucificado, pasó de la muerte a la vida, de este mundo al Padre, del abismo al cielo. San Pablo, en la segunda lectura que ha sido proclamada, hace una oración en favor nuestro: “Que el Padre de la gloria ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál es la riqueza de gloria que da en herencia a los santos” (cf. Ef. 1, 17-18). Mirar al cielo no significa evadirse de las tareas de nuestro mundo, sino inscribirlas en el marco adecuado (cf. Col. 3, 1-3).
El prefacio de esta fiesta insiste en la esperanza que no significa huir de nuestros trabajos sino empeñarnos a fondo en nuestra misión. Jesús no se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que nos ha precedido como nuestro pionero para que “vivamos en la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino”. Y un himno litúrgico pone en labios de Jesús estas palabras: “No; yo no dejo la tierra. No; yo no olvido a los hombres”.
La fiesta de la Ascensión nos invita a ser testigos del Señor, movidos por la esperanza y acompañados por Él. Al despedirse nos prometió: “Recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis testigos desde Jerusalén hasta el confín de la tierra” (cf. Act. 1, 8; Mt. 28, 20; Mc. 16, 20). Esta fiesta unida a la de Pentecostés, en que celebramos la efusión del Espíritu Santo, actualiza el mandato misionero en nuestra generación. Jesús enviado por el Padre, nos envía a nosotros que entramos así en el dinamismo del amor de Dios a la humanidad, a nuestro mundo (cf. 3, 16-17; 15, 9; 17, 18. 23).
El amor a los pobres caracterizó la vida de nuestro patrono
Se distinguió nuestro santo por la solicitud esmerada en el cuidado de los enfermos, por la pacificación de las familias en discordia, por el amor generoso a los indigentes. Siendo portero con cestos de pan socorría como un padre a los pobres de los pueblos cercanos al convento. Un año tuvo que multiplicarse para atender a los pobres de Puente Duero, Boecillo, Laguna, que habían perdido sus cosechas y se encontraban como a la intemperie. La Providencia de Dios, a través de signos particularmente entrañables, acompañaba a nuestro patrono (cf. Mc.16,20. M. Sangrador, Vida de S. Pedro Regalado, Oviedo 1859, pp. 55 ss.).
El Papa Francisco nos ha dirigido recientemente una Exhortación Apostólica sobre la llamada a la santidad en el mundo actual. Jesús nos enseñó con su vida y palabra el camino a la santidad; a la luz del Maestro desarrolla el Papa dos itinerarios evangélicos de la santidad. Por una parte, las Bienaventuranzas, que son como un manifiesto solemne que encabeza el Sermón de la montaña (cf. Mt. 5, 3-12); y por otra, lo que llama “el gran protocolo” (cf. Mt. 25, 31 ss.) según el cual seremos juzgados. La verdadera felicidad está vinculada a vivir con unas actitudes profundas y a cumplir unos mandatos concretos. “Ser pobre en el corazón, eso es santidad” (n. 70). “Buscar la justicia con hambre y sed, eso es santidad” (n. 79). “Mirar y actuar con misericordia, eso es santidad” (n. 82). “Sembrar paz a nuestro alrededor, eso es santidad (n. 89). Seguir a Jesús de cerca beneficia a otras personas, como hizo nuestro Santo, y es fuente inagotable de alegría a veces impensable con criterios distantes del Evangelio. “Un santo triste es un triste santo”.
El Papa recurre para exponer en qué consiste la santidad, además de al Sermón de la montaña, al “gran protocolo” es decir al “cuestionario”, según el cual seremos examinados al “atardecer de la vida” (San Juan de la Cruz). “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt. 25, 35-36). Jesús se identifica con los necesitados; esta forma de presencia no puede separarse de otras, como en la Eucaristía. Ante las personas, que están como tiradas al borde del camino (cf. Lc. 10, 29 ss.), nos acecha la tentación de dar un rodeo, de mirar para otra parte, de justificarnos con razones inconsistentes que son más bien pretextos. Ni el que se refugia en la piedad espiritualista ni el que acusa a los demás de injustos pero él no tiende la mano a los pobres de carne y hueso, socorren a Jesús en sus hermanos. San Pedro Regalado de una manera sencilla, sin ideologización alguna, se desvivió por los demás, como discípulo fiel del Señor. El amor efectivo es el criterio de verificación de los fieles cristianos, de las más nobles intenciones y de nuestros programas sociales.
Los mandamientos de Dios, fundamento de la vida moral
Nuestro patrono, a quien recordamos, escuchamos su enseñanza y honramos en su fiesta, nos invita a dignificar nuestra vida personal, familiar y social con virtudes morales, con valores éticos, con principios que nos orientan en el camino del bien. Los Mandamientos de la Ley de Dios son vías de moralidad para todos los hombres, no sólo para los que nos reconozcamos cristianos o para quienes sean judíos, ya que el enunciado aparece en el Antiguo Testamento. Permítanme que recuerde cuatro mandamientos de la segunda tabla de la Ley: “No matarás”, “no cometerás adulterio”, “no robarás”, “no mentirás”. Todos los aprobamos interiormente guiados por una conciencia moral que ilumina nuestra mente y nuestro corazón. Su formulación es clara y escueta. Ninguno de nosotros estamos capacitados para meter las tijeras y recortarlos. La calidad de una sociedad se mide particularmente por la altura moral.
Estos mandamientos que Dios nos ha dado para nuestro bien, para que acertemos en la vida, regulan nuestra relación con otras personas, varones y mujeres, mujeres y varones, con quienes compartimos la misma dignidad porque hemos sido creados todos a imagen y semejanza de Dios. La diferencia sexual, dentro de la misma dignidad, es para la mutua complementariedad y para transmitir la vida. Nadie debe ser privilegiado y nadie debe ser discriminado. Hay dos principios que fundamentan los valores morales: La persona con su dignidad inalienable y la comunidad humana que nos impulsa a colaborar en el bien común.
“No matarás” ni en el amanecer de la vida en el seno materno ni en el ocaso de la vida. Nadie tiene derecho a decidir qué vida personal proteger y cuál descartar. Dios nos confía la custodia de nuestros hermanos en todas las fases y circunstancias de la vida. En este sentido debemos decir que no es buena noticia la aprobación a trámite en el Parlamento del proyecto de despenalización de la eutanasia. La respuesta auténticamente humanizadora a la enfermedad, la ancianidad y el sufrimiento no es la eutanasia, que es más bien un fracaso y manifestación de individualismo egoísta. La eutanasia no es un signo de progreso sino de decadencia y retroceso. Toda persona debe ser estimada por su dignidad; la rentabilidad no es la medida adecuada. Hablar de “muerte digna” es un eufenismo engañoso, como si no nos atreviéramos a llamar las cosas por su nombre, presentando el hecho terrible como muestra de compasión. Nosotros no somos señores absolutos de las personas ni de su vida. Los cuidados paliativos al alcance de todos, la cercanía de familiares y amigos, el respeto de cada persona a su propia vida otorgada por Dios y el respeto a la existencia de todos son la respuesta auténtica al suicidio asistido y a la eutanasia. Cuidarnos unos a otros puede ser sacrificado, pero es genuinamente humanizador. En estas situaciones límite se verifica hasta dónde llega nuestra estimación de la persona con su dignidad. Convivir con una enfermedad propia o de otros puede ser doloroso pero es la forma que corresponde a la condición humana (Julio L. Martínez).
Seguramente participamos todos de la convicción de que la sexualidad humana debe ser rescatada de atropellos y banalizaciones. Pertenece a la buena creación de Dios. Necesita ser ordenada con ayuda de una educación inspirada en la sabiduría humana y cristiana. Santa Teresa de Jesús escribió que hay realidades que al amor le han robado el nombre. ¿A qué llamamos amor? El amor auténtico no es egoísmo disfrazado ni sentimiento movedizo, sino entrega fiel y paciente (cf Jn.15, 13). La sabiduría popular se ha sedimentado en aforismos que han pasado al lenguaje coloquial. Así, a mi modo de ver, ocurre con el refrán: “El que siembra vientos recoge tempestades”, que vige en todos los órdenes. Es necesario para el bien de las personas y la salud ética de nuestra sociedad que todos, familias, centros educativos, medios de comunicación social converjan en la trasmisión de valores como el respeto a la persona, la protección de la familia, el trabajo por la justicia, la fraternidad y la paz. A veces lamentamos las consecuencias pero no excluimos las cusas. Ninguna persona, varón o mujer, puede ser violentada, humillada, instrumentalizada, convirtiéndola en víctima de prepotencia y en función de caprichos. Evitaremos las conclusiones indeseadas si removemos las premisas.
“No robarás”, es decir no te apropiarás de lo que pertenece a otro o a todos. La corrupción, que se ha difundido tanto entre nosotros, suscita justamente indignación y rechazo. Ha habido personas que se han aprovechado de su situación para enriquecerse sin miramientos, ejercitando a veces el ingenio y las habilidades que hubieran merecido otras causas. Es un deber moral de los ciudadanos administrar responsablemente los recursos públicos, sin burlar la ley ni ceder a favoritismos. Necesitamos sanear el ambiente para que la honradez de las personas, garanticen nuestra confianza.
“No mentirás”, es decir, comunicarás la verdad. Desde hace algún tiempo se viene utilizando expresiones que designan formas de engañar, de mentir, de distorsionar. “Fake news” es una de ellas. “Generalmente alude a la desinformación difundida en los medios de comunicación. Esta expresión se refiere a informaciones infundadas, basadas en datos inexistentes o distorsionados, que tiene como finalidad engañar o incluso manipular al lector para alcanzar determinados objetivos, influenciar las decisiones políticas u obtener ganancias económicas” (Mensaje del Papa Francisco par al Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, que se celebra el día de la Ascensión del Señor). Con esta desinformación se desacredita al otro, convirtiéndolo en enemigo. Los “fake news” que se ponen en circulación manifiestan actitudes intolerantes e irrespetuosas con el posible adversario. Si la “verdad nos hace libres” (cf. Jn. 8, 32), las noticias falsas contaminan la comunicación e intoxican el ambiente, haciendo víctimas a otras personas u otros grupos. Seguramente no es fácil una defensa eficaz ante las noticias falsas, dada la rapidez y la multiplicación que proporcionan los nuevos medios de comunicación, pero debemos estar atentos y vigilar. Es insustituible en esta defensa la formación de las personas para saber elegir los medios fiables de comunicación y para verificar la veracidad de lo que circula por esas vías.
Queridos hermanos y amigos, respetables autoridades, deseo a todos unas fiestas felices de San Pedro Regalado. Imploramos su protección en favor de todos. Nuestro patrono nos imparte con su vida lecciones muy valiosas para la nuestra. ¡Que nos enseñe a convivir en respeto, solidaridad y esperanza!
+ D. Ricardo Blázquez Pérez
Cardenal Arzobispo de Valladolid
Valladolid, 13 de mayo de 2018