Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo (II). Un Concilio para la “Nueva Cristiandad de las Indias”
19 julio, 2017Bienaventurados – Santos Vallisoletanos. Serie de Artículos de Javier Burrieza
Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, arzobispo de Lima, n. Mayorga (Valladolid), 1538 + Saña (Perú), 23.III.1606; b. 1679; c. 1726.
Como arzobispo metropolitano de buena parte del territorio de las Indias, Felipe II le encomendó al arzobispo Toribio de Mogrovejo la celebración del Concilio Provincial de Lima, desde el cual era menester aplicar las disposiciones del Concilio de Trento, clausurado años atrás. El prelado, tras acordarlo con el virrey, lo convocó para el 15 de agosto de 1582. Quería ser práctico y antes de disponer medidas, deseó conocer la realidad que tenía bajo su gobierno. De esta manera, desarrolló dos visitas pastorales previas. Los trabajos debían agilizarse tal y como había subrayado Felipe II, a pesar de que por entonces el monarca se encontraba muy ocupado en los asuntos de la anexión de Portugal. De esta manera, el III Concilio limense —que de esta manera lo conocemos— se convirtió en un hito fundamental para la evangelización de las Indias y determinante hasta las disposiciones de una nueva convocatoria, el Concilio Latinoamericano de 1899.
No obstante, la reunión se inició plagada de controversias. Mogrovejo tuvo que demostrar su carácter enérgico al enfrentarse con la indisciplina de algunos obispos sufragáneos. El ritmo de las sesiones se vio acelerado con la intervención del jesuita José de Acosta. Los frutos fueron abundantes, a pesar de que el clima exterior favorecía poco la concentración. Acosta, medinense de nacimiento, miembro de la Compañía de Jesús junto con sus cuatro hermanos, fue teólogo consultor, predicador oficial en las sesiones públicas y solemnes, expositor de los decretos que habían sido aprobados, encargado de redactar los catecismos conciliares y negociador de la aprobación de las conclusiones de la reunión ante las autoridades pontificias y civiles en Roma y Madrid.
En las disposiciones para la evangelización de los indígenas, se impuso la lengua aborigen en la predicación, recomendación que estaba presente desde las primeras leyes de Indias y que fue tan aplicada, especialmente, por los misioneros pertenecientes a las órdenes regulares.
Se publicó un catecismo en castellano, quechua y aymara, que fue el primer libro impreso en América del sur, empresa en la que estuvieron presentes otros vallisoletanos junto al arzobispo Mogrovejo. Se prohibió el mercado que los clérigos hacían de indios adoctrinados por ellos. Se admitió las órdenes sagradas para los indios y mestizos. Se decretó la fundación de seminarios en todas las diócesis, una recomendación muy tridentina por otra parte, comenzando por la metropolitana de Lima. Igualmente, mandó el establecimiento de escuelas parroquiales. Se organizaron visitas canónicas de los obispos o sus delegados al territorio de sus respectivas diócesis. No se olvidaron de la elaboración de un manual de confesores y un sermonario. En definitiva, era la aplicación de lo que la Iglesia romana estaba haciendo desde la Sede de Pedro para con otros territorios: la modernización de la catolicidad. Con todo, el Concilio se clausuró el 15 de diciembre de 1583.
Para disponer del texto definitivo era menester recibir la sanción de la Santa Sede —que llegó en octubre de 1588— y con la más tardía cédula real de Felipe II (1591), resultado de la política regalista de una Monarquía con la vida de la Iglesia. En aquella negociación volvió a intervenir el jesuita José de Acosta. En realidad, éste se valió de su mundo de contactos e influencias, existiendo una gran sintonía con el arzobispo Mogrovejo y el superior romano de la Compañía de Jesús, el napolitano Claudio Aquaviva. Frente a ellos, en la orilla opositora se encontraba el maestro Domingo de Almeida, representante del clero de Charcas. Éstos llegaron hasta Madrid y Roma en sus pretensiones y, como escribe León de Lopetegui de manera muy gráfica, “a ambos [al citado Almeida y a su compañero el doctor Francisco Estrada] les persiguió la sombra de Acosta en las dos capitales, como si sólo hubiera ido allí para desbaratar sus planes”. En la propia carta que Mogrovejo enviaba al papa, reconocía la extraordinaria colaboración del propio Acosta, “cuya doctrina e integridad tiene muy aprobada toda esta provincia nuestra […] puesto que no solamente asistió a todas las cosas, sino que por experiencia y fe, digna de elogio en Cristo, produjo no pequeña utilidad a esta Iglesia”. No hay mejor descripción de las negociaciones hábiles e inteligentes de Acosta en Roma para con la obra del arzobispo Mogrovejo y “su Concilio” que la realizada por sus opositores: “vino el teatino Acosta, de quien vuestra merced se temía, tan a buen tiempo para su pretensión, que pareció venir llamado con campanilla, pues no hizo, como dicen, sino llegar y besar y volverse”.