San José Fernández. En la eternidad nos encontraremos (III)
19 julio, 2017Bienaventurados – Santos Vallisoletanos. Serie de Artículos de Javier Burrieza
San José Fernández, fraile dominico. Nació en Ventosa de la Cuesta (Valladolid) en 1775 y murió mártir en Vietnam en 1838. Beatificado en 1900. Canonizado en 1988
En fray José Fernández existe un sentimiento familiar muy arriesgado, tal y como se manifiesta en la correspondencia que se conserva de él. Tenía asumido que era muy difícil el regreso a su tierra natal. Y si éste se producía era mal signo, sinónimo de un destierro sufrido tras una persecución que no había terminado en martirio. Eran una realidad aquellas palabras que los misioneros decían a sus familiares en el momento de partir: “en la eternidad nos encontraremos”. Fray José se lo indica de manera más práctica a su hermano Manuel en 1820: “es casi imposible volver a vernos, a no ser por una muy rara casualidad, ya por la mucha distancia en que nos hallamos; ya porque aquí hacemos mucha falta los sacerdotes; pero no debéis sufrir esto; os debéis de acordar que tarde o temprano nos hemos de separar, y así en cualquier parte que estemos, vuestro principal cuidado ha de ser servir y amar a Dios, y de este modo nos veremos en la gloria, en donde jamás nos separaremos”. Una lejanía también para la comunicación más inmediata, llegando a creer fray José que su madre había fallecido hasta que lo pudo ver desmentido: “me es inexplicable la alegría que recibí al saber que aún vivía mi madre, cuando yo la tenía por difunta y como tal le he aplicado muchas misas […] si vive aún, le darás un tierno abrazo en mi nombre”. A pesar de la tardanza en el propio viaje de la carta —durante muchos meses incluso superando el año desde que era escrita—, la correspondencia contenía noticias de las inestabilidades de la España de Fernando VII: “me alegro mucho de que en medio de tanta guerra tengáis con que pasar decentemente la vida; pero os pido a todos que uséis de las cosas de esta vida como ayudas para guardar fielmente la ley de Dios”.
Fray José se quejaba de la reducción de efectivos pues no se permitía el reemplazo de los misioneros difuntos: “en esta misión se conserva el método y todo lo demás como antes y así tenemos que cargar con mucho y esforzarnos todo lo posible”.
La calma y la tolerancia hacia los cristianos no siempre se mantenían en aquellas tierras de misión. Se lo narraba a su connovicio fray Manuel González cuando le subrayaba que contra la fe cristiana no se había promulgado todavía ningún decreto de prohibición, aunque el monarca había establecido que los europeos se tenían que presentarse en la Corte, siendo entregados en caso de “desobediencia”. Así, los frailes “extranjeros” habían tomado sus propias medidas de cautela, aunque los sacerdotes tunkinos y los fieles cristianos podían ejercer su ministerio públicamente. Fray José se quejaba de la reducción de efectivos pues no se permitía el reemplazo de los misioneros difuntos: “en esta misión se conserva el método y todo lo demás como antes y así tenemos que cargar con mucho y esforzarnos todo lo posible”. Las persecuciones comenzaron a partir de 1825 cuando Minh Manh ordenó que era menester distinguir a los cristianos del resto de sus súbditos. Se prohibió, además, el acceso de barcos europeos y por tanto de misioneros. Con todo, la acción evangelizadora de fray José fue muy amplia, alcanzando los cinco mil fieles. A finales de 1826, los tribunales debían realizar una lista de los europeos que se encontraban en Tong-King.
Con su presencia en la Corte se les tendía una trampa, empezando a pasar por el cadalso y siendo otros desterrados. A principios de 1832 se ordenó la demolición de las iglesias de la mayor parte del territorio de misión de fray José. Los fieles debían entregar rosarios, estampas y libros que fuesen útiles en su práctica pública y privada de la fe cristiana. En el decreto se acusaba a los sacerdotes de ser “seductores de mujeres”, asimilándoles a los brujos. Tenían que destruirse las casas residenciales de los misioneros, tomando nota de aquellos que apostatasen, ofreciéndoles pisar la cruz para comprobarlo. El siguiente paso fue detener a todos los misioneros, ya fuesen europeos como tonkinos. El gobernador de la provincia meridional recibió, en 1835, la queja del monarca de no haber hecho prisioneros entre aquellos frailes, por lo que inició con mayor virulencia la persecución. La población amenazada era relativamente amplia: cuatro obispos, veintiséis misioneros europeos, un centenar de sacerdotes indígenas, un millar de catequistas, tres mil familias de la misión, quinientos estudiantes de latinidad, dos residencias de misioneras y un millar de capillas. Eran treinta años de trabajo del misionero de Ventosa.