Pregón de la Semana Santa de Valladolid de 2025 pronunciado por el obispo Aurelio García Macías

Pregón de la Semana Santa de Valladolid de 2025 pronunciado por el obispo Aurelio García Macías

4 abril, 2025

Monseñor Aurelio García Macías, natural de Pollos, obispo titular de Rotdon y subsecretario del Dicasterio para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, ha pronunciado este viernes, 4 de abril, el Pregón de la Semana Santa de Valladolid de 2025 en la Santa Iglesia Metropolitana Catedral.

A continuación, reproducimos íntegramente el Pregón del obispo vallisoletano, titulado ‘Acompañar a Cristo en Valladolid’:

 

“Excelentísimo Señor Arzobispo, hermano Luis;

Excelentísimo Señor Alcalde de Valladolid y autoridades civiles, académicas y militares;

Señor Deán y miembros del Cabildo de esta Iglesia Catedral Metropolitana;

Ilustre Presidente y cargos de la Junta de Cofradías de la Semana Santa,

Queridos cofrades,

Distinguidos señoras y señores aquí presentes.

 

Todo pregón anticipa un acontecimiento importante. En este caso se trata de un solemne anuncio para vivir la Semana Santa, también denominada en otras latitudes Semana Mayor o Semana Grande. Me gustaría glosar con todos vosotros las dos preguntas que han hormado este pregón: ¿Qué se celebra en la Santa Semana? y, sobre todo, ¿cómo lo celebramos en Valladolid?

Me gustaría recorrer los siete días de esta Semana, de domingo a domingo, para adentrarnos en el misterio fundamental de nuestra fe cristiana y, sin duda alguna, en el acontecimiento fundamental de nuestro ser vallisoletano. Tendríamos que saber unir lo que es de todos con lo que es nuestro.

Se trata de una Semana en la que los cristianos de todo el mundo celebramos los últimos acontecimientos de la vida de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, tal como relatan los evangelios. Siete días que, en el Rito Romano, son denominados “santos”, porque santo es el misterio que se celebra y rememora. El misterio es siempre el mismo: la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo; pero se hace único y diferente en cada lugar, como en Valladolid.

Ciertamente este septenario santo es un fuerte reclamo turístico y artístico para venir a nuestra ciudad, por la calidad y pulcritud de los actos programados, la insondable belleza y antigüedad de sus tallas, el esplendor del marco urbano…; pero, sobre todo, por la vivencia austera de la fe transmitida en estas tierras castellanas, que ofrece al ciudadano y al viajero, una magistral experiencia espiritual.

Es lo que mejor puede hacer un obispo paisano vuestro en un acto como este. Saber trabar la palabra bíblica proclamada en estos días con la oración litúrgica que la Iglesia eleva a Dios; la piedad popular, manifestada en nuestros templos y en nuestras calles con el sentimiento personal, que invade a todos. Si no comprendemos el misterio que celebramos en las iglesias, no podremos interpretar ni vivir las manifestaciones de fe en las calles. Os propongo, por tanto, seguir la pedagogía de la liturgia que la Iglesia nos propone en este septenio santo y acompañar a Jesús -verdadero protagonista de esta Semana-; acompañar al Señor en estos días últimos de su dolorosa pasión y muerte, de su silenciosa sepultura, y de su gloriosa resurrección “en Valladolid”.

 

I

DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Cristo aclamado

 

Aunque la piedad popular multiplica los actos religiosos en los días previos, la Semana Santa inicia con el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, que conmemora la entrada mesiánica de Jesucristo en Jerusalén.

Los textos bíblicos proclamados en este día evocan el ambiente triunfal de la ciudad santa que acoge a Jesús como Mesías, descendiente de la tribu de David, e invita a recorrer la procesión imitando a la multitud de judíos hosanando al famoso Nazareno, levantando ramos, alfombrando las calles con sus mantos y aclamando: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito! Es la aclamación jubilosa que continúan cantando los fieles en la procesión de este domingo, con palmas y ramos bendecidos, acompañando a Cristo en un clima de alegría y alborozo.

Por eso, os invito a participar en la jubilosa procesión, que conmemora el ingreso mesiánico de Jesús en Jerusalén, hasta la calle Platerías, frente a la renovada iglesia de la Vera Cruz, que ha sabido transformar la desgracia del hundimiento de su cúpula en solidaridad ciudadana, patentada visiblemente en la majestuosa linterna característica. Todo en esa mañana sabe a festivo y popular.

Preside la procesión el paso más antiguo de la Semana Santa vallisoletana “Entrada triunfal de Jesús en Jerusalén”, conocido entre nosotros como “la Borriquilla”, y manufacturado con materiales primitivos; al son de un canto propio vallisoletano, asumido ya por el acervo popular: “Gloria al Hijo de David, sol inmenso de bondad…”, cuyo texto es del poeta Pedro Gobernado, musicalizado por Ángel Torrealba, canónigo que fue de esta Iglesia Catedral. Tras la bendición solemne del arzobispo desde el balcón de la iglesia penitencial, inicia un colorido deambular de cofrades y niños por las calles, hacia sus casas, enarbolando sus ramos hacia lo alto, acompañados por sus mayores, cuyos ramos bendecidos permanecerán amarrados a los balcones, como testimonio de fe en Jesucristo y en su victoria pascual.

En medio de aquella gente exaltada, Jesús entraba en Jerusalén sabiendo que era la última etapa del camino de su vida, que llegaba “como oveja llevada al matadero” (Is 53,7), que entraba en la ciudad santa para cumplir su pascua: morir y resucitar. Así lo expresan los textos bíblicos proclamados hoy: el Siervo recibe afrentas y ultrajes, pero él no escondía el rostro, sino que ofrecía su espalda a los que le golpeaban, porque confía que no se verá defraudado por Dios. El salmista se dirige al Señor suplicando su ayuda ante una situación de sufrimiento extremo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? El salmo 21 ayuda a los discípulos a interpretar la pasión de su Señor:

“se burlan de mí,

me taladran las manos y los pies,

se reparten mi ropa,

echan a suerte mi túnica”.

Pero el salmista está convencido que Dios sale en su defensa. Es la misma idea de un antiguo himno de las primitivas comunidades, recogido en la Carta a los Filipenses. San Pablo presenta el ejemplo de Cristo a los cristianos de Filipos: se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte de cruz. Precisamente por eso, Dios lo exaltó y lo glorificó como Señor (Kyrios) de todo cuanto existe, para gloria de Dios Padre (cfr. Flp 2,6-11). La humildad del Ungido se transforma en glorificación del Kyrios.

El mismo pueblo que lo aclama ¡bendito!, pocos días después lo considerará ¡maldito! En la solemne entrada de Jesús en Jerusalén, la liturgia del Rito Romano utiliza el color rojo, como el Viernes Santo, y proclama el texto de la pasión del Señor, para unir el triunfo real de Cristo con el anuncio de su pasión; por eso, se denomina “Domingo de Ramos en la Pasión del Señor”. En una semana, Jesús vivirá el duro contraste de la acogida jubilosa y la repulsa violenta de su pueblo.

Al atardecer, tanto la procesión de Jesús de Medinaceli, acompañado por la Cofradía del Discípulo Amado, como el traslado del Cristo de los Trabajos, portado por la Cofradía de las Siete Palabras, nos introducen de lleno en la Semana de pasión; y, este año, ambas imágenes serán iluminadas por la luna llena de primavera, el plenilunio que marca la fecha de la Pascua, tal como indicó el Concilio de Nicea (año 325), aquella reunión de obispos de la primitiva cristiandad que hace precisamente 1700 años se reunieron en las cercanías de la ciudad imperial de Constantinopla, en la actual Turquía, y decidieron, entre otros temas, la fecha de la Pascua, que este año compartimos con los hermanos ortodoxos. ¡Que la unión providencial de los calendarios juliano y gregoriano en esta fecha sea presagio de la unión de nuestras Iglesias separadas!

Un último consejo, ¡no olvidéis contemplar la luna llena esa noche!

Domingo de Ramos. Cristo aclamado en Jerusalén.

 

II

LUNES SANTO

Cristo ungido

 

Los evangelios indican que “seis días antes de la Pascua” (Jn, 12,1), Jesús fue a Betania para despedirse de sus amigos Marta, María y Lázaro, testigos de tantas intimidades. María sorprende ungiendo los pies de Jesús, en presencia de todos. Era inaudito que una mujer hiciera un gesto como ese en aquel tiempo. La mirada desconcertante y escandalosa de los discípulos contrasta con la palabra comprensiva y justificadora de Jesús: ¡Dejadla! Él sí comprende lo que hace: anticipaba la unción de su cuerpo, que nadie podrá hacer días después debido al miedo y a las prisas del momento.

La discípula ungió los pies de su Señor, y el Señor lavó los pies de sus discípulos. En el transcurso de breves días, los apóstoles son testigos de ambos gestos. María y Jesús se sitúan en el lugar de los siervos, de los pecadores, para mirar “desde abajo” el rostro de los demás y para enseñar a todos sus seguidores el puesto a ocupar. Es un gesto de misericordia que vincula al Maestro y al discípulo, al Señor y al siervo. Los sumos sacerdotes estaban escandalizados, al igual que Judas. No podían soportar esta revolución de criterios, actitudes y creencias, que convencían al pueblo. Dice el evangelista Juan que, con ocasión de tal visita, decidieron dar muerte a Jesús y a Lázaro “porque muchos judíos se les iban y creían en Jesús” (Jn 12,10-11).

El Lunes Santo recuerda la unción de Betania, la despedida de los amigos, la decisión de dar muerte a Jesús. Se precipitaron los acontecimientos en aquella atmósfera festiva y masificada de la Jerusalén pascual.

La Iglesia proclama en estos días santos los cuatro Cánticos del Siervo de Yahveh, unos textos del libro de Isaías que hablan proféticamente del futuro Mesías, del Ungido de Dios. En el Lunes Santo se proclama el Primer Cántico en el que Dios manifiesta su amor por el Siervo elegido. El Siervo, el Hijo, el Mesías será expuesto al desprecio y vituperado por la gente, será despreciado y condenado…, pero él “no gritará, no clamará, no voceará por las calles, no vacilará ni se quebrará” (Is 42, 2-4). Aún en medio de las afrentas, manifiesta su absoluta confianza en Dios (“el Señor es mi luz y mi salvación, es la defensa de mi vida”), que asiste y alienta al que sufre (“mi corazón no tiembla, me siento tranquilo”) para no desfallecer: “espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Salmo 26).

Releer estos textos cargados de esperanza y confianza en Dios es el mejor medio para superar el peso de nuestras traiciones y pecados, y disponernos a recorrer el mismo camino de Jesucristo en los avatares personales de nuestra propia historia.

Recuerdo mis años de seminarista, cuando, después de meditar estos textos en la capilla del Seminario, salía para incorporarme a las procesiones nocturnas de estos días. Me diluía entre la gente, rezando en silencio y, sobre todo, admirando la belleza de las imágenes, escoltadas por las filas de cofrades penitentes, tambores y trompetas. Era una verdadera experiencia espiritual para mí, en la que se entrelazaban la belleza estética de los pasos, flores, cruces, cirios y capirotes, golpes secos de los llamadores sobre las andas… por fuera; y la íntima oración por dentro, acompañando a Cristo en los momentos últimos de su vida. Cada año me asociaba a un recorrido diferente.

¡Cómo no recordar la Procesión del Santo Rosario del Dolor y cada uno de los misterios dolorosos! Seis cofradías rezan el rosario contemplando las magníficas tallas, sobre todo del gran Gregorio Fernández y de sus discípulos: la Cofradía Penitencial de La Oración del Huerto, la Hermandad Penitencial de Jesús Atado a la Columna, la Hermandad del Santo Cristo de los Artilleros con la imagen del Ecce Homo, la Cofradía Penitencial de Santísimo Cristo Despojado con el paso Camino del Calvario, y la Cofradía de las Siete Palabras con el conjunto Todo está consumado. Cierra el cortejo la Virgen Dolorosa, la Virgen de la Vera Cruz, esculpida para el paso del Descendimiento y que la devoción del pueblo exigirá un protagonismo especial, ocupando el centro del retablo mayor del templo penitencial y dando origen a un nuevo paso procesional. Ya lo advirtió el viajero Isidoro Bosarte, cuando a principios del siglo XIX, contemplando esta obra cumbre de Gregorio Fernández, escribió: “mano de los hombres no cabía más esperar”.

¡Cómo no hacer memoria de la Procesión de la Buena Muerte con el santo Cristo del Olvido!  La Venerable Cofradía de la Preciosísima Sangre alumbra y procesiona este Cristo, y desde el año 2001 hay una “statio mariana” en el Real Colegio de los Ingleses de nuestra ciudad, ante la Virgen Vulnerata. Una talla que procede de la ciudad de Cádiz, donde fue destrozada por las tropas inglesas y holandesas que atacaron este punto estratégico de la monarquía hispánica en el verano de 1596, Cuatro años después, los seminaristas ingleses reclamaron esta imagen para reparar espiritualmente la afrenta de sus compatriotas, debido a guerras de religión y rivalidades políticas. He de confesar que, para mí, un momento emocionante en este periplo nocturno es la salida de la Virgen, portada a hombros por los colegiales ingleses, al son de las notas de los “Funerales de la Reina Mary” de Henry Purcell, -como ya señaló en su pregón el historiador y buen amigo Javier Burrieza-, conmovedores siempre que los escucho. Es un encuentro de dolor entre la Madre y el Hijo, ambos vulnerados, heridos, maltratados. Una aguda metáfora de la dolorosa realidad actual, donde aún persisten ataques a la dignidad humana; madres, esposas e hijos vulnerados, rearmes provocadores, guerras inútiles que dañan la convivencia humana y matan la vida.

Procesiones nocturnas que te adentran en el silencio y recogimiento de la noche.

Lunes santo. Cristo ungido antes de su Pasión.

 

III

MARTES SANTO

Cristo traicionado

 

El Martes Santo está marcado por la herida de la traición. El evangelista Juan relata uno de los pasajes más amargos del Señor: la traición de dos de sus discípulos, Judas y Pedro. Habitualmente relacionamos esta palabra solo con Judas, pero la lectura del pasaje evangélico, hoy proclamado, nos lleva a referirlo también a Pedro.

El relato evangélico nos sitúa en el clima de las últimas conversaciones de los discípulos con Jesús: “uno de vosotros me va a entregar” (Mt 26, 21), es decir, uno de vosotros me va a traicionar. El espanto se refleja en la cara de todos y la curiosidad de sus preguntas: ¿quién es? La intensidad del relato se centra en el diálogo entre Judas y Jesús, que no será el último. Judas ha madurado ya su decisión, prefiere abandonar al Maestro y opta por las tinieblas: “En cuanto tomó Judas el bocado, salió. Era de noche” (Jn 13,30). Ninguno de los comensales entendió entonces nada de lo que Jesús y Judas hablaron entre sí; lo entendieron más tarde. Judas le traicionó.

Tras la marcha de Judas, la atención de los comensales se centra en la conversación de Jesús con Pedro. Pedro tampoco entiende nada de lo que está ocurriendo, pero en un arranque de apoyo y afecto manifiesta su disposición a favor de Jesús: yo estoy contigo, yo estoy dispuesto a dar mi vida por ti. Es entonces cuando Jesús le dice categóricamente: me vas a negar, me vas a traicionar, esta misma noche. Pedro sigue sin entender nada. Sus buenas disposiciones son efusivas, porque ignora el peligro. Cuando en el camino nocturno, de casa en casa y de juicio en juicio de Jesús, Pedro descubra su negación traidora, llorará amargamente. También Pedro traicionó a Jesús.

He pasado once años de mi vida contemplando diariamente la imagen de las “Lágrimas de san Pedro”. Fue don Pedro de Rávago -permítaseme la licencia- antecesor mío como párroco del Santísimo Salvador, quien encargó esta obra a Pedro de Ávila, hacia 1720, para ubicar a su patrono (quizás en representación suya) en un retablo lateral del templo, contemplando la imagen del Salvador, transfigurado en el monte Tabor y centro del inmenso retablo. Representa el momento en el que Pedro rompió a llorar amargamente, arrepentido por haber negado a Cristo. Lágrimas de dolor y arrepentimiento, que dan a esta talla una fuerte expresividad evangélica y espiritual, sobre todo, cuando procesiona el Miércoles Santo.

Al atardecer, dos procesiones para un “Encuentro” entre la imagen de “Cristo Camino del Calvario”, y la “Virgen de las Angustias”, primera de las esculturas marianas en madera de la Semana Santa vallisoletana y obra cumbre de Juan de Juni.

En el primero, aparece Cristo arrodillado en el suelo, derrumbado por el peso de la cruz, a la que abraza con su imponente mano, extendiendo la otra para amortiguar el golpe, y con una excelsa mirada de resignación y sufrimiento.  En el segundo, aparece la bendita Madre en su angustia última. Un encuentro de miradas. La mirada de la Madre al Hijo único condenado a muerte; la mirada del Hijo a la Madre única traspasada de dolor. Rodeados por el pueblo fiel, que escucha y contempla: escucha el famoso “fervorín” del predicador, y contempla las hermosas tallas ante la espléndida fachada del Colegio Mayor de Santa Cruz, primer edificio renacentista en España, fundado por Don Pedro González de Mendoza, arzobispo de Toledo, abad de la Colegiata de Valladolid y cardenal titular de la basílica de la Santa Cruz in Ierusalem de Roma, para favorecer la educación de jóvenes necesitados. Conviene recordar que, en el recorrido, Cristo, que sufre, se acerca a los que sufren, haciendo una “statio” frente al Sanatorio del Sagrado Corazón y orando por los enfermos.

En los años que he estado en la ciudad, he tratado de no faltar nunca a la “Peregrinación de la Promesa”: la Hermandad Penitencial de Jesús Atado a la Columna, acompañada por representantes de todas las cofradías, porta la imagen de Jesús amarrado a la pétrea columna. Los cofrades hacen promesa de guardar y conservar una actitud silenciosa en las procesiones y, muy especialmente, en la Procesión General del Viernes Santo. Me he preguntado muchas veces: ¿por qué esta procesión? ¿por qué esta promesa de silencio por parte de los cofrades? Porque la procesión es un ejercicio penitencial, es una llamada a la oración personal de cada penitente y de cada fiel, es una invitación a contemplar en las imágenes lo que predica el evangelio. Y para ello, queridos cofrades y todos los aquí presentes, es preciso “saber callar” por dentro y por fuera, incluso cuando acompañan los sones de las roncas trompetas, de los ásperos clarines o de los sones triunfales de las bandas. Silencio. Sonido y silencio. “Si así lo hiciéredes, que Dios os lo premie; si no, que os lo demande”.

La promesa se hace ante la bellísima y expresiva imagen de Cristo atado a la Columna, de ojos penetrantes, muda mirada y espalda sangrante. Bien conocemos los vallisoletanos la tradición popular que se remonta al siglo XVII y referida por Juan Agapito y Revilla, según la cual, al concluir su obra, Gregorio Fernández: “horas y horas enteras pasa en idéntica postura ante su obra, sin mover para nada el cuerpo; se duda en contestar si Fernández o el Cristo es la estatua… una voz dulce se oye en el recinto y pregunta a Fernández: “¿dónde me miraste que tan bien me retrataste? El escultor, con espontaneidad, sin impresionarse por tamaño prodigio, consultando su fe y su conciencia, le contesta con humildad: “Señor, en mi corazón”. No me extraña que el mismo Agapito y Revilla, dirigiéndose a la imagen y parafraseando las palabras del evangelio, dijera: “una mirada tuya, bastará para sanarme”.

Con la impronta bellísima de esta imagen crística, concluyo el día meditando en el Segundo Cántico del Siervo de Yahveh, hoy proclamado: “mi Dios era mi fuerza … Te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra” (Is 49, 5-6); “a ti, Señor me acojo, no quede yo derrotado para siempre” (Salmo 70).

Martes Santo. Cristo traicionado.

 

IV

MIÉRCOLES SANTO

Cristo delatado

 

La liturgia del Miércoles Santo se centra en los preparativos de la cena que Jesús celebrará con sus discípulos. El evangelio proclamado en este día relata la decisión de Judas: Yo os lo entregaré, “y desde ese momento andaba buscando ocasión propicia para entregarlo” (Mt 26,16). Judas, mercator pessimus, – como musicalizó el castellano Tomás Luis de Victoria en sus famosos Responsorios para estos días santos, que os invito a escuchar-; Judas, “mal negociante”, que vendiendo a Jesús se vendió a sí mismo.

Tanto el Tercer Cántico del Siervo de Yahveh como el salmo 68 expresan en este día el grito de socorro y angustia mortal del que está inmerso en una situación de afrentas y vergüenza hasta el punto de desfallecer:

“Señor… por ti he aguantado afrentas,

la vergüenza cubrió mi rostro…

Espero compasión y no la hay,

me echaron hiel,

para mi sed me dieron vinagre” (Salmo 68).

Textos que expresan la convicción de Jesús al afrontar la hora última de su vida, el paso querido por el Padre, momento central de la historia de la salvación:

“yo no resistí ni me eché atrás,

ofrecí la espalda a los que me golpeaban,

no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos” (Is 50,5-6).

Los discípulos comprendieron estas palabras de Isaías a la luz del maltrato del pueblo y sus dirigentes a Jesús. Y los evangelistas escribían la pasión del Señor conscientes de que estos textos proféticos se cumplían en Jesús. Un espíritu acorde con el acto de oración, convocado por la Hermandad Penitencial de Jesús Atado a la Columna, junto a los enfermos y ante la imagen del Santísimo Cristo de la Humildad.

Dos entregas. Junto a la entrega que hace Judas aparece la entrega de Jesús, que se materializará en el Jueves Santo. Ya le ha entregado el Padre, enviándole al mundo; ya le han entregado los hermanos, traicionándole Judas; ahora se entrega él mismo “por amor”. Jesús no muere víctima de un incidente casual; nadie le quita la vida, sino que él mismo la entrega por amor (Jn 10,18). Judas no resiste la tentación y entrega a Jesús. Jesús resiste la tentación y se entrega.

Los textos bíblicos del Miércoles Santo invitan a configurarnos a Cristo en la radicalidad de la fe y de la entrega, a no tomar la vida cristiana como un juego sin peligros, a vivir unidos firmemente en Cristo y a saber resistir las afrentas y pruebas de todo profeta y discípulo, siempre expuesto al riesgo de este mundo. El discípulo de Jesucristo, expuesto a la seducción y persecución de este mundo, recorre inevitablemente el mismo camino de su Maestro. Ya lo decía san Juan de Ávila, doctor de la Iglesia y patrono del clero secular español: “porque no es razón que, yendo el Hijo de Dios por camino de deshonras, vayan los hijos de los hombres por caminos de honras” (Carta 58).

En esta tarde se multiplican los actos religiosos. La primera y más antigua de las procesiones de esta tarde es el Vía crucis de la Cofradía Penitencial de Jesús Nazareno. Su titular, aquí presente entre nosotros, junto con el Cristo de la Agonía, van acompañados por los cofrades nazarenos con túnica morada y sin hachones, llevando las manos entrelazadas sobre el pecho en actitud orante y penitencial. Es la imagen del Nazareno, del Cristo abandonado y aplastado por el peso de la cruz, de mirada dulce ante los agrios acontecimientos y tendiendo su mano, no tanto para amortiguar la caída como para acariciar a todos los que le contemplan, tal como refleja el cartel anunciador de la Semana Santa de este año. ¡Una propicia imagen para el mensaje del Miércoles Santo!

La Cofradía de las Siete Palabras desfila con su titular el Santísimo Cristo de las Mercedes para hacer una estación penitencial en la Catedral y cantar el salmo 50, Miserere, salmo penitencial por antonomasia. Como consiliario que fui de esta cofradía, pude ser testigo, allá por el 2006, de los esfuerzos y ánimos aunados por todos los cofrades para renovar el corazón de cada uno y de todos. ¡Cuántos momentos de oración ante esta imagen de cuerpo hercúleo, – como repetimos todos-, que pende muerto en el madero de la cruz! Os invitaría a contemplar su rostro desde abajo, como se mira Cristo y a los hermanos.

La procesión del Arrepentimiento con las “Lágrimas de san Pedro” y sus tres paradas en el camino, porque tres fueron las negaciones; la Peregrinación del Consuelo de la Cofradía del Santo Sepulcro, portando a hombros el Santísimo Cristo del Consuelo, uno de los “crucificados” más visitados por los fieles en la Iglesia de san Benito durante el año; y, finalmente, iluminada por la Ilustre Cofradía de la Piedad, la Quinta Angustia, que sostiene en su regazo al Hijo exánime y levanta las manos, en maternal lamento, ante los ancianos en su residencia y ante los enfermos en el hospital durante su peregrinar nocturno.

Las procesiones de este día son invitación a orar al atardecer o cantar la Salve de madrugada; a participar en los diversos actos penitenciales en las plazas públicas o en la Iglesia Catedral; y las hermosas imágenes portadas ayudan a contemplar visiblemente el misterio que meditamos interiormente.

Miércoles santo. Cristo delatado.

 

V

JUEVES SANTO

Cristo entregado

 

El Jueves Santo marca el final de la Cuaresma y el inicio del sagrado Triduo pascual. La tradición del Rito Romano celebra en la mañana de este día la Misa Crismal, para consagrar el santo crisma y bendecir los óleos de los catecúmenos y enfermos, que serán usados en los sacramentos de la iniciación cristiana durante la próxima Vigilia pascual y a lo largo de todo el año. El crisma, junto con los óleos distribuidos por toda la archidiócesis para santificar a los fieles, son expresión también de comunión eclesial.

Es una de las celebraciones más desconocidas de todo el año y, sin embargo, una de las más importantes para la vida de la Iglesia; con un marcado acento sacerdotal, porque recuerda el sacerdocio real de todos los fieles bautizados, a cuyo servicio están el obispo y los presbíteros, que renuevan las promesas sacerdotales hechas el día de su ordenación y agradecen a Dios el ministerio al que han sido llamados. Preside el arzobispo, rodeado de su presbiterio y diáconos, ministros y todo el pueblo santo de Dios en lo que podríamos denominar la gran manifestación de la Iglesia diocesana y signo de comunión de todos los fieles en torno a su pastor. Aprovecho este acto para hacer una invitación extensiva a todos los fieles de esta querida archidiócesis y a todos aquellos que nos visitan para participar en una de las celebraciones más bellas de nuestra Catedral Metropolitana.

La mañana y la Cuaresma finalizan en Valladolid con la procesión del Santísimo Cristo de la Luz, obra cumbre de Gregorio Fernández, para rezar el vía crucis como estación de penitencia por parte de la Hermandad Univesitaria que lleva su nombre, en la Catedral. También el mundo de la “scientia” y de la “sapientia”, de estudiantes y profesores, se unen al gran clamor popular para ofrecer a Cristo, no solo flores y cánticos, sino su persona y saber universitario en este día que relumbra más que el sol.

Si la mañana marca el final de la Cuaresma, la Misa vespertina in Coena Domini inicia, a modo de prólogo u obertura, el santo Triduo pascual, punto culminante del año litúrgico. Misa en la Cena del Señor, donde su entrega voluntaria a Dios Padre se ritualiza en los gestos eucarísticos, que todos bien conocemos: “Esto es mi cuerpo entregado” … “Está es mi sangre derramada… por vosotros”; y pide a los presentes que prolonguen en el tiempo lo que él mismo realiza en la última noche de su vida: “Haced esto en conmemoración mía”.

Además, el evangelista Juan, testigo presencial de este acontecimiento, complementa la descripción de la última cena con el lavatorio de los pies: “Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre”, es decir, sabiendo que se avecinaba la muerte y finalizaba su vida. ¿Cómo reacciona Jesús? Con amor: “los amó hasta el extremo”. Y para manifestarlo realiza un gesto reservado a los siervos y esclavos: lavó los pies de los discípulos, que estaban escandalizados por tal abajamiento y humillación de su Maestro. Así lo manifiesta la reacción de Pedro que impide al Señor lavar sus pies; pero, al decir de Jesús, es condición indispensable para ser “de los suyos”. Es expresión del amor de Cristo, que está dispuesto a abajarse ante los demás como siervo, aun siendo Maestro y Señor; a sufrir el mal para hacer el bien; a entregarse a la muerte para redimir a todos. Se convierte en humilde ejemplo para todos sus discípulos: “Os he dado ejemplo para que hagáis lo que yo he hecho”. Este es el gesto y mandato (Mandatum) que prolonga todo sacerdote en esta tarde.

La primera vez que lavé los pies como presbítero fue en una de mis primeras parroquias: Villalba de los Alcores. Lo había visto realizar a otros durante muchos años. Cuando me tocó a mí, confieso que fue una experiencia que toca lo profundo del corazón sacerdotal, porque es un gesto que ayuda a tomar conciencia de lo que uno es. Es el mismo Cristo quien lava los pies de sus fieles a través de ti. No en vano, la liturgia de este día indica al obispo que predique a sus fieles “para que puedan profundizar piadosamente en tales misterios y experimentarlos con más intensidad en su vida” (Ceremonial de los Obispos, n. 297).

El sentido profundo del Jueves Santo, significado en la eucaristía, es el misterio de una entrega: Jesucristo entregado, como expresa la liturgia de este día en el momento de la consagración de las especies eucarísticas, describiendo la acción de Jesucristo, nuestro Señor, “el cual, en esta misma noche, cuando iba a ser entregado a su pasión, voluntariamente aceptada, tomó el pan…” (Misal romano, Plegaria eucarística II). Y recomienda, además, que se comente a los fieles “los grandes misterios que se celebran en esta misa: la institución de la sagrada eucaristía y el orden sacerdotal, y el mandato del Señor sobre la caridad fraterna” (Misal Romano, Misa de la Cena del Señor). Tres acentos muy presentes en el Jueves Santo vallisoletano.

Protagonista especial de este día es la Cofradía Penitencial y Sacramental de la Sagrada Cena, precisamente con la salida del paso que recrea la escena celebrada hoy, tras un acto de reflexión sobre la eucaristía. Solo desde este acento eucarístico puede entenderse el vaivén de gente al atardecer, visitando las iglesias para rezar ante el Santísimo Sacramento reservado para la comunión de los fieles en el Viernes Santo y para el viático de los enfermos, si fuere necesario en este día. No es un sepulcro (monumentum, en latín) ni una urna funeraria; sino un sagrario, donde el santo pueblo de Dios se postra arrodillado para acompañar y adorar en silencio a su Señor. Ajenas a este movimiento externo, pero unidas en el misterio que celebramos, están, también, las religiosas de clausura, que, en cualquier convento de nuestra ciudad, pasan la noche en adoración, dando testimonio de su entrega anónima y contemplativa en este día del Amor.

Este es el sentido de la mayor parte de las procesiones que acuden a la Catedral para visitar a Cristo, entregado y presente en el sacramento de la eucaristía, custodiado en el sagrario, que corona la admirable custodia labrada por el orfebre Juan de Arfe. Son estaciones de penitencia y silencio, de oración y adoración. Hasta allí se acercarán las cofradías del Santísimo Cristo de la Preciosísima Sangre y la Virgen de la Caridad; la Cofradía de la Exaltación de la Santa Cruz y la Virgen de los Dolores; la procesión “La Amargura en el Monte Calvario”, alumbrada por la Cofradía de El Descendimiento y Santo Cristo de la Buena Muerte; la Cofradía de Jesús Resucitado, la Virgen de la Alegría y las Lágrimas de san Pedro; la procesión “Humildad y Penitencia” de la Cofradía de la Orden Franciscana Seglar La Santa Cruz Desnuda; la procesión de “Cristo a Getsemaní” de la Cofradía Penitencial de la Oración del Huerto y San Pascual Bailón; la procesión de regla “Oración y Sacrificio” de la Cofradía Penitencial de la Sagrada Pasión de Cristo; la procesión del Santísimo Cristo Despojado y la Virgen de la Amargura, sin capirotes; la procesión “Peregrinación del Silencio” de la Insigne Cofradía Penitencial de Jesús Nazareno; la procesión de regla de la Cofradía Penitencial de la Santa Vera Cruz; y la procesión “Verum Corpus” de la Cofradía del Santo Entierro.

Como podéis comprobar, una buena parte de nuestras cofradías. Llama la atención el gesto de los Nazarenos, que se postran en el frío y pétreo pavimento catedralicio en señal de humildad, penitencia y adoración ante el Cuerpo sacramental del Señor.

Desde los primeros siglos, este día ha tenido en el Rito Romano un acento caritativo y social. Los penitentes excluidos de la comunión de la Iglesia por sus graves y públicos pecados, después de cumplir la exigida penitencia pública, eran reintegrados en la mañana de este día con una misa, a fin de favorecer su participación en el Triduo pascual. Mensaje de perdón para este día del amor fraterno, como nos recuerda la sublime talla del Cristo del Perdón, iluminada esta tarde por la Cofradía de la Pasión, que, por cierto, fue la primera en la que participé, siendo seminarista, entre las filas de sus cofrades. El lavatorio de los pies o Mandatum recuerda el ejemplo y mandato nuevo dado por Cristo en la última cena a modo de testamento: “Que os améis” (Jn 13, 34). Por eso, la procesión de “Penitencia y Caridad” está en perfecta sintonía con el espíritu de este día. Hace años, acogían a un preso indultado delante de la Audiencia Provincial y éste, vestido con el hábito cofrade, se situaba detrás de la Virgen de la Piedad; ahora hacen una “statio” de oración y ofrenda floral ante el Hospital Clínico Universitario o la Residencia de ancianos frente a la Real Chancillería para acercarse a los que más sufren.

Finaliza el día la evocadora procesión “Cristo al Humilladero” con el Cristo yacente, también de Gregorio Fernández, portado a hombros y alumbrado por la Cofradía El Descendimiento y Santo Cristo de la Buena Muerte en plena noche y silencio.

Un día denso de marcados acentos evangélicos, numerosas procesiones, salves y via crucis, “horas santas” y meditaciones, ofrendas florales y penitencia, adoración…

Jueves Santo. Cristo entregado.

 

VI

VIERNES SANTO

Cristo muerto

 

El Viernes Santo “en la Pasión del Señor” celebra los últimos sufrimientos y la muerte de Jesucristo en la cruz.

Realmente, el primer acto de este día es la procesión nocturna de regla de la Ilustre Cofradía Penitencial con la imagen titular de la Virgen de las Angustias, portada a hombros hasta la Catedral para hacer estación de penitencia ante el Santísimo Sacramento; y, de madrugada, el Via crucis de la Cofradía de la Orden Franciscana Seglar con la Santa Cruz Desnuda, un ejercicio prolongado durante toda la Cuaresma que culmina en su día propio, el Viernes de la Cruz.

Pregoneros a caballo rompen el silencio de la mañana para convocar al pueblo creyente a la plaza mayor de la ciudad, y pregonar al predicador mayor de este día, quien meditará las siete palabras que Cristo Nuestro Bien dijo desde la cruz. Valladolid, ciudad literaria, siempre ha cuidado esta convocatoria con bellísimos sonetos, configurando una larga trayectoria de gran sensibilidad artística sobre nuestra Semana Santa.

El Viernes Santo es un día denso en Valladolid; en primer lugar, para los cofrades; pero también para algunos presbíteros. Es inevitable acallar mis recuerdos como párroco de la Iglesia de Santiago Apóstol y consiliario de la Cofradía de las Siete Palabras. Me levantaba, bien de madrugada, para ayudar a los cofrades a preparar los pasos. Idas y venidas ajetreadas al Museo Nacional de Escultura y a la plaza mayor para ultimar cualquier detalle: grandes telones, sargas negras, sillas y púlpito portátil…Todo lo preciso para crear la atmósfera necesaria y escuchar serenamente el magistral sermón, como gran preparación catequética para la celebración de la pasión y muerte del Señor; a cada palabra comentada por el predicador – que este año será el presbítero y buen amigo José San José Prisco-, un monumental paso, con tallas de los mejores escultores. Siete pasos solemnes, únicos. Preside el acto el conjunto “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, con la corpulenta imagen del Cristo de las Mercedes, entre las copias de los ladrones que cinceló Gregorio Fernández. La gente congregada escucha y contempla; palabras e imágenes; palabras que se hacen imagen, e imágenes que se hacen palabra, porque habla el Jesús que muere.

El momento litúrgico central de esta jornada es la Celebración de la Pasión del Señor, en la que se proclama el Cuarto Cántico del Siervo de Yahveh. El Siervo sufre injustamente por los pecados del pueblo:

“Desfigurado no parecía hombre,

ni tenía aspecto humano…,

sin figura, sin belleza.

Lo vimos sin aspecto atrayente

despreciado y evitado de los hombres,

como un hombre de dolores,

acostumbrado a sufrimientos,

ante el cual se ocultaban los rostros,

despreciado y desestimado… (Is 52, 14 – 53,3)

Y atentos todos al “nosotros” del texto profético:

“Él soportó nuestros sufrimientos, y aguantó nuestros dolores…

él fue traspasado por nuestras rebeliones,

triturado por nuestros crímenes.

Nuestro castigo saludable cayó sobre él…

Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca…

por los pecados de mi pueblo lo hirieron…

Él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores” (Is 53, 4-12)

Su sufrimiento inocente tiene valor salvífico y redentor: “sus cicatrices nos curaron” (Is 53, 5). Estos textos ayudan a comprender mejor el hermoso relato de la pasión de Jesucristo descrito por san Juan como cumplimiento de las antiguas profecías. Jesucristo es Siervo y rey que, obedeciendo y cumpliendo la voluntad de Dios Padre, soporta los sufrimientos y la muerte en cruz; pero se convierte en autor de salvación eterna: muriendo destruyó nuestra muerte.

El color rojo de este día es signo de sufrimiento y muerte. El silencio y la postración del sacerdote por tierra, orando humildemente al inicio de la celebración, manifiestan el estupor y asombro del pueblo cristiano ante el misterio de la muerte del Hijo de Dios. Por eso, se alza y se muestra el madero de la Cruz: “Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo”. El sacerdote se postra humilde, y se alza la cruz vivificante.

Al atardecer, comienza la majestuosa Procesión General de la Sagrada Pasión del Redentor. Todos los vallisoletanos tenemos una deuda histórica de agradecimiento por el impulso del arzobispo Gandásegui, gracias a su vasca tenacidad y numerosos disgustos al organizar esta procesión. En aquel momento, criticada por todos; y hoy, valorada por todos. Esta es nuestra historia. Desde la entrada en el Cenáculo hasta la soledad de la Madre Dolorosa pasan veinte cofradías y treinta y tres pasos procesionales escenificando iconográficamente los momentos fundamentales de la pasión, muerte y sepultura del Señor. Comprendo que muchos de los presentes busquen un goce estético ante el colorido ordenado de los cofrades con sus cruces y velones; ante el esplendor y antigüedad de las tallas policromadas, únicas por su fuerza y expresividad; ante el son de la música o del silencio … y se aproveche como un gran escaparate turístico por las autoridades de nuestra ciudad. Es lógico.

Pero hoy quiero compartir con vosotros, también, la experiencia de un presbítero que peregrina dentro de la procesión, junto a los cofrades, detrás de los pasos… y que contempla, también, el rostro de la gente. Hay dos perspectivas diferentes en las procesiones. La mirada de los que están fuera contemplando la procesión, y la mirada de los que están dentro contemplando la gente que observa. Es un cruce de miradas perspicaz y delicado. Algunos están ajenos a lo que observan; otros, se fijan en particulares de pasos o cofrades; la mayoría, en las aceras del recorrido; algunos, apoyados en sus balcones… y también mucha gente rezando, haciendo la señal de la cruz, o musitando alguna súplica y oración; nunca falta alguno arrodillado y, muchos, llorando al paso de Cristo o de la Virgen; quizás solicitando ayuda en momentos intempestivos o recordando a quienes ya no están. Es la fe de un pueblo. La expresión creyente de un pueblo y de su historia.

Al final del recorrido, la Salve popular ante la Virgen de las Angustias, verdaderamente popular; y la posterior procesión nocturna con la Madre sola, una soledad acompañada, particularmente por mujeres en otro tiempo y ahora por todos, hasta altas horas de la madrugada.

Cuando regresábamos de la Procesión General, recogíamos todo lo necesario en la iglesia, saludaba a los cofrades y, en silencio, daba gracias a Dios por todo, y recordaba especialmente a los cofrades y sus familias, también a los ausentes y a quienes nos habían dejado durante el año… Cuando llegaba a casa, de nuevo, confieso que era uno de los días más cansados de todo el año; pero de los más reconfortantes espiritualmente.

Viernes santo. Viernes de la Cruz. Cristo muerto.

 

VII

SÁBADO SANTO

Cristo sepultado

 

La Iglesia celebra, en el Sábado Santo, el misterio de Cristo sepultado. Tras la celebración del Viernes Santo, “la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte, su descenso a los infiernos y esperando su resurrección en oración y ayuno” (Misal Romano. Sábado Santo). Ciertamente es un día en el que no se celebra la eucaristía; pero es un día particularmente propicio para convocar a los fieles a orar con la Liturgia las Horas, la oración de la Iglesia. La meditación de las lecturas bíblicas y de los salmos de este día ayuda a comprender el sentido de la sepultura de Cristo y su descenso al lugar de los muertos; verdad de fe contenida en el Credo de la Iglesia: “descendió ad ínferos”, es decir, a lo profundo del abismo, no referido a un espacio cósmico, sino a una realidad metahistórica para significar el reino de tiniebla y muerte. Como dice un texto de la liturgia de este día: “¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio… Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción el abismo” (Homilía antigua sobre el grande y santo Sábado).

No es un día de resaca espiritual, aunque comprendo el cansancio físico de todos los que han participado en la explosión de piedad popular durante la noche anterior; sino que continúa siendo un día santo del Triduo pascual. Es tiempo propicio para continuar orando a lo largo del día, a solas, ante el Señor muerto y sepultado, ante la cruz o ante el Cristo yacente en el sepulcro. Como hará la Cofradía del Santo Entierro hasta que traslade el Cristo yacente y la Virgen de la Soledad a la clausura monacal de las monjas cistercienses del Monasterio de san Joaquín y Santa Ana.

Por la tarde, en la Iglesia Catedral Metropolitana, un acto verdaderamente sentido y emocionante, denominado “Ofrecimiento del dolor” ante la hermosa Virgen Dolorosa de la Vera Cruz. El dolor humano se hace ofrenda para acompañar a la Madre que ha quedado sola, que ha perdido todo, menos la fe; que ha visto a su único Hijo martirizado cruelmente en una cruz, pero levantando las manos hacia el cielo. Es la “hora de la Madre” y yo diría, también, la “hora de los hijos”; es la hora de la Salve: “a ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas… vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”, y llorosos, y elevados hacia el cielo. “Oh clementísima; oh, piadosa; oh, dulce Virgen María”. Ella concentra en sí el dolor universal, y personifica a todas las madres desoladas, que, a lo largo de la historia, han llorado por la muerte de su hijo; también hoy.

Ya estamos insensiblemente acostumbrados a ver rostros maternos llorando por sus hijos muertos en tanta guerra inútil e interesada. Son rostros de todas las razas posibles, pero de corazón humano como el nuestro. Los informadores contabilizan cincuenta y seis conflictos y guerras activas en la actualidad, que, como siempre, son provocadas por unos, para que mueran otros, inocentes.

El desgarrador fenómeno cultural de quien tiene que huir de su casa y de su patria para buscar un nuevo espacio vivible, donde sea. Desarraigado de su tierra y desechado en la ajena; sin pasado que le recuerde, ni futuro que lo sostenga. Es la transformación progresiva e imperceptible de “personas” en “no-personas”. ¡Qué difícil es comprender este drama existencial en la sociedad del bienestar que reclamamos para nosotros! Son personas humanas, son hijos, son hermanos. “Lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40), dice el Señor. “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mt 5,5).

Es un día para recordar a los enfermos y a quienes los cuidan; a los ancianos y a quienes los acompañan; a las personas en condiciones difíciles y a los “samaritanos” que tratan de aliviar sus heridas con el ungüento del consuelo y de la esperanza.

A lo largo de estos días, el pueblo creyente ha acompañado a Cristo en su peregrinar amargo hacia la muerte; pero también a María, su Madre. Mujeres, niños y ancianos, jóvenes y adultos, matrimonios y religiosos han manifestado su sensibilidad especial hacia la Madre Dolorosa acompañándola con las avemarías del rosario, con el canto de la Salve, con su mirada y presencia, con sus lágrimas, también. En este grande y santo Sábado, la Virgen Madre Dolorosa permanece junto al sepulcro del Hijo, como un icono de la Iglesia, que vela junto a la tumba de Cristo, en espera de la resurrección.

Sábado santo. Cristo sepultado.

 

VIII

DOMINGO DE PASCUA EN LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

Cristo resucitado

 

El Domingo de Pascua inicia con la solemne Vigilia Pascual. Desde antiguo, los cristianos, diseminados por todo el mundo, acostumbraban a esperar las grandes solemnidades, reunidos durante la noche, velando en oración. La Vigilia en esta noche santa, considerada “madre de todas las vigilias sagradas del año”, conmemora la resurrección del Señor y en ella se celebran los sacramentos de la iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía.

La bendición del fuego nuevo para iluminar el Cirio pascual muestra el contraste entre las tinieblas de la noche, símbolo del pecado y de la muerte, y la luz del Cirio, símbolo de Cristo Resucitado, que entra procesionalmente en la iglesia como columna de fuego, guiando y acompañando a su pueblo. Es entonces, queridos amigos todos, cuando se proclama otro solemne pregón, el pregón pascual, que canta la gloriosa proeza y el sublime misterio del Resucitado. En medio del silencio y la oscuridad de la noche, Cristo resucitó de la muerte y fue devuelto a la vida.

La cruz levantada el Viernes Santo para la adoración de los fieles (Mirad el árbol de la cruz) se transforma en Cirio pascual alzado también para proclamar la resurrección (Luz de Cristo). No en vano todo Cirio pascual lleva incorporado el signo de la cruz. La cruz se convierte en luz, la muerte en vida, y el pecado en gracia.

Permitidme que recuerde en esta tarde/noche la hermosa expresión que corona el magnífico retablo de la Iglesia del Santísimo Salvador, que -como ya he dicho- me ha acogido durante once años como párroco: ¡O felix culpa!; expresión latina del Pregón pascual: ¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!, tal Salvador, como aparece en el centro del retablo, transfigurado en el Tabor, anticipando al Resucitado vivo del Calvario.

“¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!

¡Qué incomparable ternura y caridad!

¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!

¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!

¡Qué noche tan dichosa!” (Misal Romano. Vigilia pascual)

A la luz del gran Cirio pascual, se proclama e interpreta la abundante lectura de la Palabra de Dios, síntesis de toda la historia de salvación, cuyo culmen es el evangelio que anuncia el mensaje central de la Escritura y de la historia santa: Jesucristo “ha resucitado”. Son tres mujeres las primeras que reciben el mensaje angélico y las primeras en anunciarlo a los discípulos; entre el temor y la sorpresa, pero confortadas por las palabras de su Maestro (Rabbí) vivo.

Después de la intensa preparación cuaresmal y en el marco de esta noche santísima, máxima solemnidad del año litúrgico, los catecúmenos, reciben la vida nueva en el gran sacramento de la iniciación cristiana. La pila bautismal se convierte en el útero de la madre iglesia que “da a luz” y “da la luz” a sus nuevos hijos. La asamblea renueva con ellos las promesas del santo bautismo; manifiestan su renuncia al mal, a Satanás; y su promesa de continuar sirviendo fielmente a Dios en la santa Iglesia. Culmina la celebración en la mesa eucarística que el Señor prepara para su pueblo como memorial perpetuo de su muerte y resurrección hasta que vuelva. Y el doble canto del Aleluya final introduce el tiempo pascual recién inaugurado, que se prolonga, -como decía san Atanasio, patriarca de Alejandría -, en el gran domingo de la cincuentena pascual.

La mañana de Pascua se despierta en Valladolid con sones de gozo, convocando a otro encuentro: el de María con su Hijo, el del Resucitado con su Madre. La piedad popular, azuzada por los predicadores de todos los tiempos (¡cómo no recordar los sermones y predicaciones del dominico Fray Luis de Granada, estudiante en el Colegio de San Gregorio, o del jesuita vallisoletano Luis de la Puente!), ha intuido la constante asociación del Hijo a la Madre en la hora del dolor y de la muerte, en la hora de la alegría y de la resurrección. Ayer, la cruz desnuda; hoy, el sepulcro vacío. Ayer, la Virgen de la Soledad; hoy, la Virgen de la Alegría. Dos procesiones paralelas y tres imágenes procesionadas: la Madre, el sepulcro vacío y Cristo Resucitado se encuentran en la plaza mayor, centro de nuestra esencia ciudadana, para pregonar a todos públicamente que “Cristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado”. Es el gran mensaje de esta jubilosa mañana, de este eterno día del Señor, de la “santa” Semana Santa y de todo tiempo en la historia.

Estamos acostumbrados en Valladolid a meditar atentamente las últimas palabras del Cristo Crucificado en la cruz; y tendríamos que aprender, también, a escuchar las primeras palabras del Cristo Resucitado en los evangelios. Servirán de luz y guía, especialmente para este momento histórico en el que peregrinamos: Paz a vosotros, alegraos, no temáis… El texto añade que “los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn 20,19), porque la presencia de Jesucristo siempre es don de paz y de alegría para quien lo acoge en la verdad de su propia historia.

¡Hermanos todos aquí presentes, que la resurrección de Jesucristo arome nuestra primavera vallisoletana y cósmica con los frutos de la Pascua! ¡Con la paz en medio de este rearme físico e ideológico de intereses económicos y políticos, que mata, mata, mata a pobre gente inocente! Hoy la “Tierra santa” se ha convertido en “Tierra bélica”; y los hermanos, hijos del mismo Dios Padre, ya no se respetan.

Señor Resucitado, bendícenos con la alegría, fruto de la paz exterior e interior,

la paz que nace del perdón y del amor, que tú bien nos enseñaste.

Bendícenos con la alegría, para resistir la tentación del rencor y de la guerra,

aunque no haya armas;

Bendícenos con la alegría de tu Santo Espíritu, que nos renueva como en Pentecostés,

para propagar por cualquier rincón de la ciudad y del mundo

la fragancia pascual de tu presencia, siempre viva y resucitadora.

Domingo de Pascua en la Resurrección del Señor. Cristo Resucitado.

 

IX

CONCLUSIÓN

 

Con el Domingo de Pascua en la Resurrección del Señor concluye la Semana Santa, que, al decir verdad, más que un septenio es un octavario santo. Quien vive esta maravillosa experiencia en Valladolid se percata claramente de nuestra particular idiosincrasia castellana, también a la hora de vivir y expresar estos santos acontecimientos.

Yo destacaría, en primer lugar, la riqueza y el valor de nuestras cofradías, que están empeñadas, durante todo el año, para prestar su esfuerzo y servicio, a fin de que todos, creyentes y ciudadanos, podamos vivir y gozar de esta magna experiencia artística, cultural y religiosa. Hay mucho trabajo oculto de cofrades que nadie ve y reconoce, pero del que disfrutamos todos. Por eso, hoy es un buen momento para daros las gracias a todos por el bien que nos hacéis; por el testimonio que nos dais de hermanamiento de cofradías en estos días, participando juntos en diversas procesiones y prestando imágenes. Lo más importante de las cofradías son sus cofrades; y lo más importante de los cofrades es la fe. Sin fe, no habrá ni verdaderos cofrades ni auténtica Semana Santa; acabará imponiéndose como un mero reclamo turístico y económico. Lo único que salvará la Semana Santa vallisoletana será la fe de sus cofrades, sobre todo, ante las convulsiones políticas y sociales.

Es evidente, en segundo lugar, que el valor, prestigio y belleza de nuestras imágenes son únicos. Se dan cita los mejores imagineros de la escuela castellana (Francisco de Giralte, Juan de Juni, Gregorio Fernández, Pompeo Leoni, Francisco y Bernardo del Rincón, Juan y Pedro de Ávila, Juan Antonio de la Peña, Alonso y José de Rozas …), pero, también, de otras regiones y escuelas (andaluza, murciana…), de tiempos pasados y contemporáneos (Juan Guraya Urrutia, Genaro Lázaro Gumiel,  José Antonio Hernández Navarro, Miguel Ángel González Jurado, Ricardo Flecha, Miguel Ángel Tapia…), que hacen de sus tallas una verdadera cristofanía plástica, porque esculpen en la madera el misterio de Cristo que proclaman los relatos evangélicos. En Valladolid, las tallas hablan y tocan el sentimiento de la gente.

Estamos ante esta preciosa imagen de Jesús Nazareno, que preside este acto en la iglesia madre de la archidiócesis. Su misma presencia es ya un mensaje. Si Él es Nazareno, nosotros somos nazarenos, porque tenemos que llevar muchas cruces en el camino de la vida, propias y ajenas, como hizo el Cirineo. Pero junto a esta imagen no aparece el Cirineo, quizás para indicar que esa tarea la debemos hacer nosotros. Todos necesitamos “cirineos” que nos ayuden a soportar las pesadas cruces que nos desequilibran hasta caer al suelo; pero también nosotros podemos ser “cirineos” para los demás, manos ayudadoras para tantos hermanos ignorados por nuestra indiferencia consentida. Todos somos “nazarenos” llamados a ser “cirineos”.

Además de los cofrades y de las imágenes, el verdadero protagonista de estos días en Valladolid es el pueblo, el “santo pueblo fiel de Dios”, como gusta decir al Papa Francisco. Esa marea de gente que celebra el misterio central de nuestra fe, acompañando a Cristo en los últimos momentos de su vida: creyentes y no creyentes, paisanos y turistas, cofradías y autoridades, trabajadores y servicios del orden público, diáconos, presbíteros y religiosos, también las religiosas de clausura …, en torno al único pastor de esta Iglesia de Valladolid, nuestro arzobispo. Él preside en la fe, en la esperanza y en la caridad; con él hemos participado en algunas de las celebraciones más importantes de todo el año y, junto a él, hemos procesionado nuestras hermosas tallas y nuestra pobre vida, porque he de confesar públicamente, que ya, desde los años del Seminario, nuestro arzobispo Luis se unía a las procesiones nocturnas de estos días, y te lo encontrabas en cualquier cruce o esquina entre la gente; algo que continué observando posteriormente cuando procesionaba como párroco y consiliario.

Concluyo. En estos últimos años, precisamente por la llamada que he recibido, como obispo, al servicio del ministerio petrino, celebro estas santas fiestas junto al Papa en la Basílica de san Pedro del Vaticano. Es una forma de manifestar, todos aquellos que formamos parte de la familia pontificia, nuestro apoyo y comunión con él.

Como podéis imaginar, son celebraciones esmeradamente cuidadas, de gran belleza, que manifiestan la riqueza de la liturgia papal y la universalidad de la Iglesia en comunión con el Obispo de Roma. El espacio es magnífico, los cantos adecuados a cada momento, el orden y la medida de cada uno de los ritos te adentran en la belleza del misterio celebrado, que es lo que importa. La secuencia de los días te ayuda a entrar espiritualmente en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, sin prisas ni precipitaciones.

Hasta que llega el gran gozo de la celebración pascual, con la vigilia nocturna y la eucaristía en la mañana de Pascua, celebrada en la plaza del Vaticano, convertida en un vergel multicolor de flores, generalmente ofrecidas por los floristas de los Países Bajos. La plaza, recogida en silencio los días previos, explota de alegría en el domingo pascual. Al final de la eucaristía, presidida por el Papa y una vez que los concelebrantes hemos dejado los ornamentos y nos hemos felicitado las pascuas, yo suelo regresar al “sagrato” de la plaza de san Pedro para esperar allí la bendición urbi et orbi del Papa. No suele haber ya mucha gente en este espacio reservado al altar papal; algún que otro cardenal y obispo que, como yo, nos sentamos debajo del balcón central de la fachada de la basílica esperando que se descorra la cortina y aparezca el Papa.

Es entonces, en ese momento, cuando durante estos últimos años, he pensado más en la Semana Santa de Valladolid. Roma es centro universal de la catolicidad de la Iglesia, es meta de peregrinación a lugares importantes de nuestra fe -sobre todo en este año santo jubilar-, es madre de las iglesias dispersas por el mundo entero, es ejemplo de las celebraciones de los misterios de Nuestro Señor Jesucristo … pero en Roma no hay procesiones, no hay tallas policromadas por las calles, no hay cofradías penitenciales ni hachones, no hay balcones engalanados con reposteros, ni hay pueblo que acompañe a Cristo procesionando. Es entonces cuando me invade la nostalgia y el recuerdo de la Semana Santa vivida durante tantos años en esta tierra mística y orante.

Sin darme cuenta, se abre la loggia, el balcón de las bendiciones, aparece el Papa y el clamor del pueblo sabe a devoción y a fiesta. Y me consuela saber que la bendición que imparte el Papa, urbi et orbi, dirigida a la ciudad de Roma y al orbe entero, es la bendición del padre de todos para todos; que extiende sus manos para acoger a todos, e invoca la bendición de Dios sobre todos, también para mis paisanos, mis queridos paisanos de Valladolid.”