24.marzo.2023__ Pregón de la Semana Santa 2023 en la Santa Iglesia Catedral de Valladolid proclamado por el vallisoletano, profesor universitario y cofrade de la Penitencial de la Vera Cruz, Francisco Fonseca Morillo.
De Valladolid a Bruselas: ida y vuelta de un Cofrade de la Vera Cruz
Francisco J. Fonseca Morillo
Director del Instituto Universitario de Estudios Europeos
Universidad de Valladolid
Excelentísimo y Reverendísimo Arzobispo Metropolitano
Excelentísimo Señor Alcalde
Magnífico Señor Rector
Autoridades
Presidente de la Junta de Cofradías de Semana Santa
Alcaldesa Presidenta de la Cofradía de la Vera Cruz
Carmen y Fran, Familiares, Amigos,
Cofrades
Señoras y Señores
Proemio
Honor, Responsabilidad, Orgullo. Permítanme comenzar con estos tres conceptos que definen hoy aquí mis sentimientos
Ante todo, agradecimiento. Agradecimiento a todos aquéllos que han pensado en mí y me han propuesto formalmente cumplir con este honor de ser el pregonero de la Semana Santa de Valladolid de 2023. Porque honor es para un vallisoletano castizo como yo, nacido en la calle Conde Ansúrez, y que durante todo su periplo profesional ha ejercido con orgullo de ello y ha siempre “vallisoletaneado”, ser el encargado de “dar el pregón”.
Responsabilidad. Soy consciente de la responsabilidad que he asumido y espero que, puesto que estamos en la Catedral, tengan ustedes indulgencia conmigo, ya que me siento abrumado ante la lista de personalidades que me han precedido en el encargo y espero que mi Presidenta de la Vera Cruz, querida María José, la tenga en particular.
Orgullo. Porque para este pregonero esta tarea supone uno de los encargos más importantes que mi ciudad, aquélla que para mí siempre se me ha representado como en los versos de Jorge Guillén en Cántico:
Villa por villa en el mundo,
Cuando los años felices
Brotaban de mis raíces.
Tú, Valladolid profundo
me podía encomendar.
Pero ¿por dónde empezar?, ¿por qué los organizadores han pensado en mí como pregonero?
No lo sé, pero lo que sí sé es que la Semana Santa de Valladolid, sus olores de cera y de incienso, su anhelo de primavera contenida, sus sonidos de murmullos y susurros, la dignidad y el respeto de cofrades y espectadores, ese ensimismamiento colectivo de la ciudad en torno a su Semana Santa, cual Castroforte del Baralla, que levitaba cuando sus pobladores asumían un anhelo a una, como nos contó magistralmente Gonzalo Torrente Ballester en la Saga/Fuga de J.B., siempre ha representado para mí mi particular magdalena de Proust, esto es, los olores, los sabores y los sonidos que conforman ese paraíso perdido que es la infancia.
¿Cómo voy a olvidar que hace casi sesenta años mis padres me inscribieron como Cofrade de la Vera Cruz? ¿Cómo olvidar el orgullo con el que procesioné hasta que mis pasos profesionales me llevaron muy lejos de mi ciudad?
Por ello vaya mi recuerdo emocionado para todos aquéllos que ya no están y que forman parte de mi particular magdalena, o torrija de Semana Santa como las que nos preparaba nuestra madre. Y mucho más allá de ser parte de la magdalena, porque son su esencia, para mis padres: Francisco y Eugenia. La Semana Santa para mí es la imagen y la excitación de mi madre como camarera de la Virgen de la Vera Cruz, toda obligación cedía ante las necesidades de la Virgen; y la de mi padre con su imagen de hidalgo cervantino, para quien la Cofradía era su forma de activismo social a lo largo de todo el año. Para ellos, y así nos lo han transmitido a sus hijos, la Semana Santa era un elemento central en sus vidas y, en gran parte, conformaba su Manifiesto Vital.
Les voy a hacer una confesión. De todos los amigos, familiares y conocidos, que me han felicitado por este nombramiento, las palabras que más me han emocionado han procedido de mi prima María Teresa, viuda de Antonio Morillo, quien para mis padres fue como un hijo adoptivo y para mí y mis hermanos nuestro hermano mayor. María Teresa, cuando se enteró de la noticia me envió un mensaje diciendo simplemente: “Tus padres no tienen en el cielo sábanas suficientes para las lágrimas de emoción y Antonio con ellos”. No encuentro mejores palabras para expresar mis sentimientos. ¡Va por vosotros!
¡Señoras y Señores! No sé si estos pueden considerarse méritos para ser pregonero, pero, en cualquier caso, son los míos y se los presento con orgullo.
Europa en el corazón
Están ustedes ante alguien que ha comenzado declarándose vallisoletano castizo, que ejerce de ello con orgullo, y que espera seguir haciéndolo a lo largo de su trayectoria vital y profesional.
Y al mismo tiempo, y sin que ello suponga ningún tipo de contradicción, este pregonero siempre ha puesto en el centro de su vocación y de su proyecto de vida, tanto profesional como personal, a Europa. Europa en el corazón y en la aspiración de contribuir a colocar a España en el entorno al que pertenece y del que nunca debimos estar ausentes tanto tiempo. Parafraseando a Ortega y Gasset siempre he opinado y defendido que Europa es la solución a los problemas colectivos de los Estados y de los ciudadanos europeos.
Respeto profundamente todas las opiniones, y aunque siempre he pensado que es muy saludable ser crítico con Europa, puesto que es la mejor manera de hacerla avanzar sin necesidad de tener la fe del carbonero; mantengo que es altamente peligroso para la salud negar la realidad de lo que Europa supone en términos de progreso, de paz y -¡tan evangélico es!-, de tolerancia y respeto ante el que no piensa como nosotros.
Europa, en definitiva, para alguien que la ha vivido desde la sala de máquinas casi 35 años, es un ejercicio colectivo del poder basado en la negociación y en el arte del compromiso y no en el de la supremacía de la fuerza. Dos de nuestros mejores responsables políticos españoles del siglo XX lo han resumido a su manera. Federico Mayor Zaragoza ex Director general de la UNESCO con su afirmación “si vis pacem para verbum” y el ex Presidente del Gobierno Felipe González, con su expresión favorita sobre las ventajas y los inconvenientes de Europa “fuera siempre hace más frío”
Europa como vocación desde los lejanos tiempos en los que, hace ya 45 años, comencé mi singladura como aspirante a profesor con mis compañeros del alma Antonio Adrián y Edmundo Matía, en aquella Facultad de Derecho donde aquellos viejos maestros de la misma, entre los que quiero recordar, pidiendo disculpas por los olvidos, a mis añorados, a los que pondré un Don de respeto colectivo, Ángel Allué, Justino Duque, Carlos De Miguel o Ángel Torío, decidieron llamarme cariñosamente “el extranjerizante” por querer dedicarme al Derecho Europeo; sin que posteriores maestros de esta Universidad con los que tuve el honor de convivir al principio de mi carrera, osaran contradecirles, contentos de no tener que pronunciarse explícitamente sobre los mismos ideales compartidos.
Algunos de ellos están aquí presentes y se lo quiero agradecer, como Alberto Herrero, a quien debo señalar como el principal responsable de que ustedes me tengan que soportar aún hoy en las aulas de esta Universidad, pues presidió con “ardor guerrero” mi “tormentoso” tribunal de oposiciones, pero también Avelino García, Jose Luis Martínez, Paloma Biglino, Marcos Sacristán, Jesús Quijano, Alejandro Menéndez o Vicente Guilarte. Y, en fin, a aquéllos que nos han dejado demasiado pronto como Javier Salinas o, muy recientemente, Fernando Valdés.
¿Por qué Europa en el corazón? Pensando en cómo podría definir de manera concisa lo que es Europa y por qué es vital para todos nosotros, he tropezado con una reciente editorial del Notariado español en el número 139 de Escritura Pública, que me parece perfecta para mis propósitos. Reza así: “Construida sobre cimientos culturales, políticos y sociales bien asentados históricamente, donde confluyen la herencia del Derecho Romano, la ética del cristianismo, los principios del liberalismo y el socialismo democráticos de la Edad Moderna y el constitucionalismo del siglo XX, la Unión Europea constituye una fuente imprescindible de racionalidad ética y jurídica que pone límites a la acción política de los Estados miembros, preservando las libertades y derechos básicos de los ciudadanos europeos”.
Creo sinceramente que todos los que estamos aquí nos podemos reconocer en esta definición en la que se aúnan: el reconocimiento de lo que nos conforma ética, histórica y políticamente; la defensa de la libertad; y el equilibrio en el ejercicio de responsabilidades. En suma, una sociedad en construcción a escala supra estatal, basada en una doble legitimidad, la de los Estados nación democráticos que la componen y la de sus pueblos. Como dice el artículo 1 del Tratado de la Unión Europea, “nuestro Tratado”: “una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa”
Por eso hoy, en este marco identitario y solemne de pregonar en la Catedral de mi Valladolid la importancia de la Semana Santa, quiero desgranar ante ustedes algunas de las razones que también traen hoy a Europa al corazón de todos los que estamos aquí reunidos.
En primer lugar, seguramente lo han adivinado ustedes, quiero referirme a la herencia judeo-cristiana, ampliamente debatida a la hora de justificar políticamente nuestra ideología como europeos. Creo que todos podemos coincidir con estas palabras del Papa Benedicto XVI en su discurso ante el Parlamento Federal Alemán en septiembre de 2011 “La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa”.
Un gran profesor norteamericano, judío de religión y referencia para todos los estudiosos de la Unión Europea, Joseph H. Weiler, escribió en el año 2003 un libro que les recomiendo encarecidamente: “Una Europa cristiana: ensayo exploratorio”, en el que partiendo del Antiguo Testamento y de unos versículos del profeta Miqueas:
“Se te ha declarado, oh hombre, lo que es bueno.
Lo que Yahvéh de ti reclama:
Tan sólo practicar la equidad,
amar la piedad
y caminar humildemente con tu Dios”
(Miqueas 6,8)
Defiende, más allá de las discusiones políticas del día a día que Europa está enraizada profundamente en el cristianismo. Dice el profesor Weiler: “Una Europa cristiana es una Europa que respeta por igual, de forma plena y completa, a todos sus ciudadanos: creyentes y laicos, cristianos y no cristianos. Una Europa que, incluso celebrando la herencia noble de la Ilustración humanista, abandona su cristofobia y no le causa miedo ni embarazo reconocer el cristianismo como uno de los elementos centrales en el desarrollo de su propia civilización”.
Este libro se escribió en pleno debate y agitación sobre si la herencia judeo-cristiana debía figurar de manera explícita en los preámbulos de la Carta de Derechos Fundamentales de 2000 y de nuestros Tratados a principios del siglo XXI, y en particular, del non nato Tratado estableciendo una Constitución para Europa de 2004.
E insisto en el término “de manera explícita”. Mis recuerdos de aquellos años, en los que participé en las Convenciones que dieron lugar a ambos textos acompañando al Comisario António Vitorino, quien representó a la Comisión Europea en los dos procesos, son de intensos debates en los que, al final, para responder a la diversidad cultural, religiosa y humanista de la sociedad europea, no había más que dos soluciones: o incorporar una lista “políticamente correcta” de todas las sensibilidades, o, de manera concisa, reconocer nuestra herencia común. Esta fue la solución final y, firmemente creo, fue la más acertada por dos motivos:
En primer lugar, creo que todos, religiosos y laicos, de unas fuerzas políticas o de otras, podemos sentirnos identificados de manera inclusiva y no de rango en cuanto a nuestras creencias, cuando los preámbulos de ambos textos dicen, respectivamente:
- CONSCIENTE de su patrimonio espiritual y moral, la Unión está fundada sobre los valores indivisibles y universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad y la solidaridad, y se basa en los principios de la democracia y del Estado de Derecho.
- INSPIRÁNDOSE en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa, a partir de la cual se han desarrollado los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho.
Pero, en segundo lugar, y como dice el profesor Weiler en la obra ya mencionada: “La interrelación entre Europa y la Iglesia tampoco puede reducirse a descubrir un lenguaje común, una especie de ecumenismo euro-cristiano.” En efecto, el cristianismo es parte consustancial de la Europa que hoy conocemos desde los tiempos de la Res Publica Christiana cuando nacen los Estados nación al final de la Edad Media. Europa, la Europa como yo la entiendo es la Europa de los valores que todos tenemos interiorizados y compartidos y que ya he citado aquí sin necesidad por tanto de repetirlos una vez más.
Lo que los cristianos y todos aquéllos que nos identificamos con una Iglesia o religión, queremos es, como en el famoso pasaje de los Evangelios: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Lucas 20:25), que la Unión Europea, en coherencia con su fundamentación en estos valores, reconozca la especificidad, respete la autonomía y el estatuto y entable un diálogo permanente con las Iglesias. Esto es lo que reconoce el artículo 17 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea dentro de las llamadas “disposiciones de aplicación general”, cuando estipula:
- La Unión respetará y no prejuzgará el estatuto reconocido en los Estados miembros, en virtud del Derecho interno, a las iglesias y las asociaciones o comunidades religiosas
- Reconociendo su identidad y su aportación específica, la Unión mantendrá un diálogo abierto, transparente y regular con dichas iglesias y organizaciones.
Y les aseguro que esto no es retórico. Si este pregón fuera un anecdotario, me extendería en contarles como uno de mis más brillantes jefes, jurista británico y judío, a pesar de su incomprensión intelectual, después de intensas discusiones con él, entendió y defendió con brío en el Consejo y el Parlamento Europeo la incorporación del matrimonio canónico y del valor “metaconstitucional” de los Concordatos dentro de nuestras reglas en materia de Derecho de Familia.
O como, hace 30 años, el entonces Presidente de la Comisión Jacques Delors, católico y socialista como compromiso personal e intelectual, creó un pequeño grupo, en el que tuve el honor de participar, para establecer un diálogo estructurado con las Iglesias y líderes religiosos en Europa, que sigue funcionando y ha adquirido sus cartas de nobleza en los “cenáculos” del poder en Bruselas.
¡Señoras y Señores!
Todos conocen la famosa cita atribuida a Galileo cuando, para librarse de la hoguera de la Inquisición se retractó de su teoría de que la tierra giraba en torno al Sol y, al tiempo y en voz baja rezongó “E pur si muove”. En resumidas cuentas, la importancia del cristianismo como elemento central de esa idea civilizatoria y de valores que es Europa, no admite discusión, es una realidad. Pidiéndoles tolerancia si esto les parece heterodoxo, nunca he visto la contradicción entre los valores del cristianismo y los de la Ilustración. Cuando Voltaire lanzó su famosa consigna:” aplastad la infamia”, nunca he conseguido entenderlo como un manifiesto anti religioso, sino como una defensa de la tolerancia y de la libertad con la que todos nos identificamos.
En el fondo, en palabras de un ilustre catedrático de Teología Pastoral, Casiano Floristán, en un artículo publicado en El País en el año 2003: “Con su espíritu y humanismo de raíces cristianas, Europa debe ayudar a enderezar… el rumbo de la humanidad. No es necesario que se mencione el aporte de la fe cristiana en la Constitución europea, sino que se recojan en este texto básico valores de tradición cristiana asumidos por la modernidad, sin clericalismos y anticlericalismos”
Y me gustaría ilustrar mi teoría con algunos ejemplos:
En primer lugar, que mejor demostración de la inserción del cristianismo en los valores europeos que las ideas de la democracia cristiana ampliamente representadas entre los padres fundadores al final de la Segunda Guerra Mundial: Konrad Adenauer, Alcide de Gasperi o Robert Schuman. Por cierto, estos dos últimos han sido declarados siervos de Dios por la Iglesia y tienen abiertas sendas causas de beatificación, De Gasperi desde 1993 y Schuman desde el año 2021, ambos por “sus virtudes heroicas”
Estos tres grandes padres fundadores de Europa tenían en común tres características: los tres habían sufrido las consecuencias de las dos Guerras Mundiales, que les hizo incluso cambiar de nacionalidad a lo largo de sus vidas; los tres eran devotos católicos; y los tres eran amantes de la libertad y la tolerancia, hasta el punto de que los tres pagaron las consecuencias de sus convicciones antinazis y antifascistas con la cárcel, el exilio o el confinamiento. Y de estas características surgió una convicción europea basada en la solidaridad y el respeto a las diferencias, ambas de profunda raigambre cristiana y que se podrían plasmar en esta famosa frase de Robert Schuman que constituye nuestro ADN como europeos: “Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen sobre todo una solidaridad de hecho”
Y esto no nos puede sorprender. La Unión Europea fue al final de la Segunda Guerra Mundial la idea en la que convergieron las dos grandes corrientes políticas europeas, la democracia cristiana y la social democracia, cristianos y laicos, continentales y mediterráneos, jacobinos y federalistas…, con el fin de acabar con las guerras en el continente y conscientes de que la prosperidad global de nuestras sociedades en el mundo contemporáneo no podía basarse en la ilusión de nuestras viejas glorias imperiales, sino en la integración de nuestros pueblos. Como dijo otro padre de Europa, éste socialista y belga Paul-Henri Spaak: “Los Estados europeos se han hecho todos demasiado pequeños para competir individualmente en este mundo global, solo que algunos todavía no se han dado cuenta”
Y esta ósmosis con las raíces cristianas está presente en nuestros símbolos y en muchos de los elementos económicos y políticos de la Unión Europea.
Comenzando con los símbolos, quisiera referirme a la bandera de Europa, pues es común a nuestra Unión y al Consejo de Europa, la casa común de los derechos fundamentales en nuestro continente.
Esta bandera, que todos ustedes conocen, y que aparece reproducida en el texto del discurso que se les ha distribuido, consiste en 12 estrellas doradas en círculo sobre un fondo azul marino y forma parre de los símbolos centrales de nuestros rituales europeístas, junto con el himno “la oda a la alegría” de Beethoven, el día de Europa, el 9 de mayo, el euro o la divisa “Unidos en la diversidad”.
La historia de esta bandera es conocida, se remonta a 1955, cuando el Consejo de Europa la eligió con su diseño actual para su propio uso, siendo el español Salvador de Madariaga uno de sus padres intelectuales, defendiendo la potente simbología para la unidad europea de “una constelación de estrellas posicionadas”; y fue adoptada solemnemente como emblema propio por la Unión Europea en 1985.
En amplios sectores de la sociedad europea se le ha atribuido a esta bandera un origen mariano que busca la inspiración de la misma en el Libro del Apocalipsis: “Una mujer vestida del Sol… y una corona de doce estrellas en su cabeza” (Apocalipsis 12:1), fragmento del Apocalipsis que todos visualizamos en las Vírgenes de Bartolomé Esteban Murillo. Inspiración además basada en declaraciones del autor del diseño, el pintor alsaciano Arsène Heintz, católico devoto.
Naturalmente, sin negar esta inspiración de origen mariano, la bandera se escogió por representar los ideales de unidad, solidaridad y armonía entre los pueblos de Europa, donde las 12 estrellas constituyen el símbolo de la perfección, de la totalidad. De nuevo, nos encontramos ante una potente simbología en la que todos podemos reconocernos independientemente de nuestras creencias.
Muchos otros ejemplos de esta ósmosis integradora podrían traerse a colación. Me limitaré a dos elementos centrales en nuestra forma de avanzar en Europa política y económicamente y dónde se puede ver un aporte ideológico del Cristianismo.
Para empezar, la importancia de la doctrina social de la iglesia en nuestra concepción de una economía social de mercado y de la cohesión.
La noción de economía social de mercado es entendida como una tercera vía entre las economías dirigidas y las del liberalismo confiado a las fuerzas del mercado y también se la conoce como “capitalismo renano”; no siendo ninguna sorpresa que su principal impulsor político y defensor de su implantación a nivel europeo fuera el Ministro de economía alemán de Adenauer a finales de los años 40 del siglo XX Ludwig Erhard. Este modelo, cuya meta es crear una economía que, desde la base de la competencia, combina la libre iniciativa con un progreso social asegurado por la capacidad económica y con una política social permanente, aparece desde la fundación de las Comunidades Europeas hace 70 años como uno de sus principales objetivos.
Hoy aparece plasmada en el artículo 3.3 del Tratado de la Unión Europea sin ningún margen de ambigüedad: “La Unión establecerá un mercado interior. Obrará en pro del desarrollo sostenible de Europa basado en … una economía social de mercado altamente competitiva… La Unión fomentará la cohesión económica, social y territorial y la solidaridad entre los Estados miembros.
¿Cómo no reconocer en este modelo económico propio de la Unión Europea la huella de la doctrina social de la iglesia a partir de la Encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII de 1891 y su consolidación por sucesivos Pontífices, donde se abordaba la inhumana situación de los trabajadores durante la revolución industrial, afirmando el derecho de los trabajadores a asociarse y que el Estado debe intervenir en la economía para asegurar los derechos públicos y privados?
¿Cómo no reconocer los ecos de lo afirmado en la Encíclica Centesimus Annus del Papa Juan Pablo II de 1991, cuando afirma que la propiedad privada no debe ser tenida como un derecho absoluto, que la economía de mercado debe basarse en el comercio justo, el respeto a la creación y a los derechos de las personas y de las naciones desde un sistema ético cultural, y donde se denuncia el predominio del capital sobre la persona, el consumismo en el centro de nuestras vidas; cuando se analizan las prioridades políticas de esta Comisión Europea presidida por otra democristiana alemana, Ursula Von der Leyen y resumibles en dos palabras: cohesión (una economía al servicio de las personas) y sostenibilidad como sociedad (la transición verde y la transformación digital)?
Y, finalmente, la importancia de la noción de defensa de la libertad individual frente a la acción de la colectividad, plasmada políticamente en el principio de subsidiariedad, que bebe de la ética política de Aristóteles, de la escolástica de Santo Tomás de Aquino y de la ética protestante de Althusius y que se acomoda como principio esencial de acción política y social en la propia Encíclica Rerum Novarum.
Conforme a este principio de acción política, en toda sociedad el nivel superior debe actuar cuando sea necesario, en una actitud de ayuda, de “subsidium”, respecto a los cuerpos sociales intermedios cuando éstos no pueden llevarlas a cabo de manera eficaz y, a contrario, el nivel superior debe abstenerse cuando los objetivos pueden ser alcanzados por los niveles intermedios.
La Unión Europea ha hecho suyo este principio de acción. Y se lo dice uno de los colaboradores de Jacques Delors que recibimos el encargo en 1989 de incorporar este principio en el Tratado de Maastricht, si se me permite la pequeña vanidad. Este principio que, ciertamente se limita a identificar un principio de reparto de competencias y de intensidad en la intervención, siendo por lo tanto más tecnocrático que en la doctrina social amplia de la Iglesia, se encuentra hoy consagrado en el artículo 5 del Tratado de la Unión Europea cuando afirma que “en virtud del principio de subsidiariedad, la Unión intervendrá sólo en el caso de que, y en la medida en que, los objetivos de la acción pretendida no puedan ser alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros, ni a nivel central ni a nivel regional o local, sino que puedan alcanzarse mejor, debido a la dimensión o los efectos de la acción pretendida, a escala de la Unión”
Concluiría así esta exposición sobre la relación entre Europa y el cristianismo recomendando a los interesados, aparte de la lectura del libro de Joseph Weiler que me ha servido para intentar dar coherencia a mis ideas sobre esta cuestión, un artículo de una de las juristas españolas más renombradas, la salmantina Araceli Mangas Martín. En un artículo suyo publicado en iustel en 2007, y titulado “Nuevos y viejos valores de la identidad europea. Al hilo del Tratado Constitucional”, mantiene que Europa no se puede entender sin el cristianismo, junto con otras aportaciones centrales; y que lo realmente crucial en esta aventura en común de todos los europeos es que “el tiempo y las grandes corrientes de pensamiento han ido configurando el ser europeo”. Lo esencial es que todos podamos reconocernos en un proyecto en el que “la Europa moderna y democrática se asienta en el respeto a la libertad religiosa estableciendo una frontera entre lo público y lo privado frente a otras culturas políticas no democráticas”
¡Señoras y Señores!
Decía Groucho Marx en uno de sus discursos más memorables “éstos son mis principios, si no les gustan tengo otros”. Me temo que yo no tengo más que estos principios y dirigiéndome a esta Asamblea de Cofrades, quisiera aquí hacer un llamamiento al doble reto que probablemente nos definirá en positivo o en negativo en tanto europeos y que se enraíza en lo más íntimo de nuestras convicciones cristianas.
Si algo nos define, a la vez como cristianos y europeos, es nuestro trato “al otro”, a aquél que no es parte de nuestro espacio político; y la solidaridad ante las amenazas que sufren los miembros de nuestra comunidad o nuestros vecinos.
Hoy, delante de este maravilloso retablo de Gregorio Fernández “El descendimiento”, del que tan orgullosos nos sentimos todos los Cofrades de Valladolid y, en particular, los de la Vera Cruz, puesto que para mí el Cristo del mismo es la imagen de la belleza del vencido, que no derrotado, Jesucristo, me permito, desde la belleza, la fe y la esperanza, lanzar un llamamiento de justicia y de solidaridad ante la situación en Ucrania y ante el reto migratorio, puesto que, en ninguno de los dos casos, “ponerse de perfil” es una alternativa.
Hace un año asistimos en Europa, con una mezcla de incredulidad y de horror a la ilegal e injustificable agresión del Gobierno de Rusia a Ucrania, culminando así 8 años, desde el ya lejano 2014, de amenazas e injerencias a la soberanía de Ucrania y a la paz de sus ciudadanos. Un año después Ucrania ha demostrado su voluntad de sobrevivir y de prosperar dentro de la familia europea.
No nos llamemos a engaño, en la guerra de Ucrania nos jugamos una gran parte de nuestro futuro como experimento de paz, progreso y democracia en común. Este es el verdadero enemigo para la autocracia en Rusia; su incapacidad para atraer a su espacio países vecinos que consideran que su único modelo de prosperidad se encuentra dentro de la familia europea.
Los Europeos tenemos una gran responsabilidad: al sostener los esfuerzos militares de Ucrania, al acoger generosamente a los millones de desplazados a causa de la guerra, al abrir las puertas de la Unión a Ucrania. Con ello no sólo estamos defendiendo nuestra estabilidad política, sino nuestra solidaridad frente a la injusticia.
Hace 500 años un humilde fraile dominico, Francisco de Vitoria sentó las bases desde su conciencia teológica y su dominio jurídico de los que hoy es el Derecho Internacional Público, el único instrumento, por imperfecto que pueda parecernos, para asegurar nuestro futuro en tanto Humanidad. Francisco de Vitoria supo hacer frente a la barbarie del poder de la fuerza con dos argumentos de raigambre cristiana en los que nos seguimos reconociendo: el derecho de los pueblos a comunicarse y relacionarse pacíficamente sin dominaciones exteriores y la primera teoría sobre la guerra justa.
Hoy más que nunca debemos ser conscientes, no sólo de estos principios sino también los sacrificios que tendremos que consentir: económicos, energéticos y militares, pero también de defensa activa de nuestro modelo político, ético y social de tolerancia y convivencia pacífica.
Personalmente me siento muy orgulloso de nuestra reacción como sociedad en la acogida a hasta 4 millones y medio de desplazados por causa de la guerra en Ucrania. En un país tan alejado del frente como España hemos otorgado un estatuto, gracias al Derecho Europeo, de protección temporal hasta aproximadamente 170.000. Como clase política la Unión ha reaccionado con rapidez y energía, activando un viejo instrumento del que disponíamos desde hace 20 años. Como ciudadanía hemos acogido “al otro”, “al prójimo” sin que haya habido atisbos de racismo o xenofobia.
Podemos estar orgullosos de ello, pero en este mundo de la inmediatez conviene no desmayar y no debemos caer en cantos de sirena populistas si la situación se agrava o si los costes económicas empiezan a pesar más: subsidios europeos desviados al apoyo a Ucrania, problemas de integración de los refugiados, renuncias a ciertas zonas de confort en aras de asegurar la paz y la integración de Ucrania en Europa… Les decía antes que el Cristo del Descendimiento en su belleza irradia un fuerte sentimiento de paz y nunca de derrota. Seamos conscientes de ello si la situación se agravara.
Y finalmente, y también ante esta Asamblea en la que están representados todos los valores de la Semana Santa, lo que no nos gusta oír porque nos enfrenta a nuestros egoísmos y miedos como sociedad, lo que tetaniza a buena parte de la clase política, lo que capitalizan como diría el gran poeta César Vallejo los “heraldos negros”, lo que llama a nuestra conciencia cristiana y a nuestro propio recuerdo como sociedad: ¡la inmigración!
En el siglo XXI, en nuestro mundo global, la gestión de flujos migratorios a escala global, en pleno respeto de los derechos humanos, mostrando solidaridad ante fenómenos como el cambio climático que cada vez más impulsan movimientos migratorios a escala global, atendiendo, ¡claro! a nuestras capacidades reales de integración y de seguridad, ¿podemos seguir viviendo en el espléndido negacionismo, en el cortoplacista egoísmo de sociedades prósperas?
Perdónenme si consideran esto políticamente incorrecto o, peor, idealismo desconectado del sentido común. Estamos en la Iglesia quien, en este ámbito tiene una postura clara y siguiendo el magisterio del Papa Francisco se manifiesta con contundencia en centrar los problemas migratorios bajo el ángulo de la defensa de la dignidad humana. Por eso me permito ser tan directo.
En la Unión Europea se ha avanzado mucho en lo que se refiere a una gestión integral del fenómeno migratorio, desde las condiciones de acceso al espacio europeo asegurando el principio de tutela judicial efectiva y el respeto de los derechos humanos al fortalecimiento de nuestra política en materia de asilo y acogida a refugiados y terminando con una ambiciosa idea de establecer programas de partenariado con los principales países de origen y tránsito de inmigrantes.
Pero no nos llamemos a engaño: es mucho más fácil llegar a acuerdos de protección de nuestras fronteras (la famosa Europa fortaleza), que de solidaridad y acogida. Es mucho más fácil establecer grandes objetivos, que concretar avances políticos y compromisos legislativos concretos. Y para muestra la parálisis en la gran propuesta de la Comisión Europea de 2020 sobre un gran Pacto Europeo de Asilo e Inmigración, rehén de las diferencias y falta de solidaridad entre nuestros Estados.
¿Podemos actuar como una ciudadanía pasiva que reconoce en estas contradicciones políticas nuestros propios miedos?
No lo creo. Y no lo creo ni desde el punto de vista de las convicciones éticas y morales, ni desde el propio interés de la sociedad europea a medio plazo.
Permítanme algunas cifras sobre esto último. Europa, por posición geográfica, somos el destino natural de los grandes movimientos migratorios procedentes de África y Oriente Medio, sobre todo. El Mediterráneo es nuestro particular “Río Grande”.
¿Saben ustedes, por ejemplo, que la actual población en África se va a doblar según todas las previsiones económicas, pasando en los próximos 25 años de 1250 millones de personas a 2500?
¿Saben ustedes que con las perspectivas demográficas europeas pasaremos en los próximos 25 años del 6% al 4% de la población mundial?
¿Saben ustedes que en Europa necesitaremos en los próximos años incorporar a nuestro mercado laboral al menos 50 millones de trabajadores de países terceros para equilibrar nuestro sistema de pensiones y subvenir a las necesidades de nuestro sistema productivo?
¿Y saben ustedes que, frente a ellos, la Unión Europa no tiene prácticamente competencias, como es en el caso de la inmigración legal y en las políticas de integración, y donde las tiene, como en el caso de las políticas de reubicación y reparto en caso de flujos masivos y repentinos de migración, como ocurrió en el años 2015, los Estados no cumplieron con sus obligaciones y políticamente las hicieron inviables?
Delante del Cristo del descendimiento me avergüenzo de nuestra falta de coraje, de nuestras medias tintas y de la miopía política que supone esta actitud. No pretendo ser un idealista. Tenemos que ordenar los flujos migratorios, y para ello necesitamos políticas a medio plazo en las que se aborden todos los ángulos: el económico, el político, el de las relaciones diplomáticas estratégicas y también en la respuesta a los miedos que todas las sociedades acomodadas tenemos ante el otro. Como bien decía el poeta griego Kavafis, estamos “esperando a los bárbaros”. La pregunta es: ¿para defendernos de ellos?, o ¿para encontrar soluciones globales y explicadas con transparencia a nuestras sociedades?
En el año 2015, a la pregunta de varios medios de comunicación internacionales sobre cual era el mayor reto migratorio que Europa tenía, el Papa Francisco lo expresó de manera magistral diciendo: “integración, integración y más integración, porque si no tendremos la ghettización”. Esto es para mí nuestra obligación como ciudadanos europeos y en la cual el cristianismo tiene una de sus grandes banderas: la dignidad de la persona humana. No olvidemos que tras el término ghetto procedente del barrio judío de Venecia en el siglo XVI, se esconden una gran parte de las noches más oscuras del alma europea parafraseando. a San Juan de la Cruz.
En fin, déjenme que haga una particular interpretación personal sobre los desafíos europeos en el contexto de este periodo de reflexión que encarna la Semana Santa. El Cristo descendido de la Cruz que estamos contemplando representa para mí belleza y paz y me confirma en mi fe.
He escogido para ilustrarlo una frase de John Coltrane el genio musical del jazz incluida en su obra maestra A Love Supreme, donde desarrolla su visión particular del concepto del amor en San Agustín: Let that love supreme reign over the universe “Dejemos que el amor supremo reine sobre el universo”, porque creo que su escucha nos puede hacer a todos pensar en la necesidad de hacer que el amor reine en nuestros corazones como expresión de respeto hacia la trascendencia y hacia la dignidad de la persona humana.
https://music.youtube.com/watch?v=vMCHDC2Lurk&feature=share
Mi particular conclusión
La Semana Santa de Valladolid es una de nuestras señas de identidad más profundas independientemente de nuestras convicciones, amores y desamores, enfados y alegrías. Va mucho más allá de una manifestación de este grupo admirable que constituyen los Cofrades, de los que, cual hijo pródigo retornado, me declaro también miembro.
Recuerdan ustedes 20 de abril, una de las canciones más emblemáticas de Celtas Cortos, el grupo de Valladolid con el que he reprimido nostalgias de mi ciudad y cuyo comienzo vital como grupo está muy próximo de esta Catedral, en “El largo adiós”. En dicha canción nos recordaban aquello de:
¿Recuerdas aquella noche en la cabaña del Turmo?
Las risas que nos hacíamos antes todos juntos
Hoy no queda casi nadie de los de ante
Y los que hay han cambiado, han cambiado
Pues bien, si algo no ha cambiado es la Semana Santa. Si alguien hubiera podido pensar que la Semana Santa era fruto de una época ya pasada de la sociedad española y felizmente superada, se equivocaba completamente.
Hoy la Semana Santa está más viva que nunca. Nuestro Alcalde, querido Óscar, conoce mi afición a pedirle invitaciones para traer el Viernes Santo en los últimos años a diferentes Embajadores y personalidades europeas y creo que confirmará lo que les voy a decir ahora: la Semana Santa de Valladolid es la expresión de un sentimiento de orgullo e identidad en el que se implica toda nuestra sociedad sin distinción de sexo o edad.
Y este sentimiento de identidad e introspección profunda, de imagen y representación de nuestra ciudad para los forasteros, es lo que todas las personalidades con las que mi mujer Carmen y yo hemos compartido procesión estos últimos años nos han transmitido. ¡Enhorabuena Valladolid!
Concluyo con un poema amargo contra el Valladolid cortesano de principios del siglo XVII, traído a colación de mi querido Ángel Allué y recitado en su funeral, hace apenas un mes, en el que Luis de Góngora nos decía.
Valladolid, de lágrimas sois valle
Y no quiero deciros quien las llora
Pues este orgulloso vallisoletano ha intentado explicaros como sus lágrimas son de reconocimiento ante esta encomienda de pregonero y de sentimiento de pertenencia a este “ensimismamiento colectivo” que para todo vallisoletano representa la Semana Santa.
Y también lágrimas de alegría ante la perspectiva de la próxima coronación de la Virgen de la Vera Cruz en septiembre. Lágrimas que las pago en nombre y memoria de mis padres y de todos los que nos han precedido en estos afanes y que permanecerán en nuestra memoria.
Mi tumba nunca será demasiado grande
Tengo la cabeza llena
De todos los que amo
Necesitaré más espacio
Para que todos ellos puedan ponerse de pie
En cada uno de mis pensamientos.
Aníse Koltz fue una poetisa luxemburguesa, recientemente fallecida, que se pasó al francés desde su lengua materna, el alemán, por amor a su marido, torturado por los nazis. Esto es Europa y nuestro espíritu.
Muchas gracias desde el corazón
Valladolid, 24 de marzo de