El sacerdote Manuel Villa Ramírez falleció el sábado 23 de octubre a los 89 años.
Padre de cuatro hijos, Manuel se ordenó presbítero en la diócesis de Valladolid a los 56 años, tras enviudar, y ejerció después su ministerio en la parroquia de Santa Rosa de Lima; fue también miembro de la congregación de San Felipe Neri.
Su funeral ha sido oficiado hoy por nuestro cardenal arzobispo, don Ricardo Blázquez, en la parroquia de Santo Domingo de Guzmán. Descanse en brazos del Señor.
In memoriam. Sobre el sacerdote Manuel Villa Ramírez
La fe da sentido a la vida y consuelo ante la muerte; pero la despedida de personas queridas siempre cuesta. A don Manuel Villa, el vallisoletano que fue “Cura, padre de cuatro hijos, abuelo, bisabuelo…” ( así titulaba “El Mundo de Valladolid” una semblanza sobre este sacerdote singular), lo llamó el Padre Eterno a la vida verdadera el 23 de octubre, al mes de celebrar sus bodas de plata sacerdotales. Tenía 89 años.
En la parroquia de Santa Rosa, que regentó don Juventino, fue diácono (entonces, era casado), coadjutor y, luego, párroco, con don Juventino como vicario. Vivió en la casa parroquial, aneja a la iglesia, y estaba siempre disponible. Atento al bien espiritual de los fieles, al terminar la Santa Misa, acostumbraba a poner música religiosa de fondo (hábito, también, de don Juventino) que ayudaba a prolongar la acción de gracias con sosiego y mayor recogimiento.
Hombre sencillo, vinculado con “Mensajeros de la Paz”, una vez le oí pedir perdón siendo él el ofendido, gesto heroico que yo no entendía; más tarde, comprendí que es un camino de paz, capaz de limar roces en la convivencia. Otro gesto de don Manuel: la visita a feligreses en el hospital para llevarles el consuelo de una bendición.
Me impresionaba su caridad. Enfermo don Juventino, al terminar la Misa, don Manuel corría raudo para ir a ayudarle ( ya vivía con su hermana, muy mayor) y, como a un padre o hermano, lo velaba de noche. En una visita al sacerdote, vi, allí, al párroco, don Manuel, arremangado y haciendo de enfermero.
En la despedida del féretro, unos cuantos feligreses comentaban sobre su fortaleza y “corazón de oro”, y convergían en la opinión de que “a los sacerdotes los sentimos como de familia”. ¡Cuántos curas buenos! Algunos, incluso, santos. ¡Qué gran regalo el de Jesucristo al instituir el sacramento del orden!
Ante la muerte, tenemos el consuelo del evangelio: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Juan, 11, 19-27)
Josefa Romo