La Iglesia, como probablemente en general la sociedad, estamos desde hace bastante tiempo oteando con inquietud los caminos del futuro; probablemente esta búsqueda es también compartida junto con otros ciudadanos europeos. Hay muchas líneas trazadas desde el pasado más o menos distante y con capacidad de indicar el provenir. He aquí algunas: El Estado es aconfesional o de otra manera no hay religión de Estado; y los ciudadanos tenemos el derecho a vivir profesando individual y asociadamente la religión que juzguemos oportuno. A nadie se puede impedir ni forzar a practicar tal religión o también a no practicar ninguna. El respeto a la libertad religiosa forma parte del bien común, que debe ser protegido y promovido. Los cristianos deseamos ser respetados, como todos los demás; la Iglesia no quiere privilegios ni afrentas. Los insultos no son argumentos sino signos de debilidad. La verdad no necesita ser gritada, sino ser buscada, comunicada y realizada. La fe cristiana no debe ser recluida a la privacidad ni clandestinizada ni ridiculizada ni perseguida. Como de vez en cuando hay manifestaciones en este sentido, estamos preocupados por ello. Queremos llamar al respeto de la libertad de todos.
¿Qué valores, qué orientaciones, qué marco de convivencia nos guía como sociedad. Me permito reproducir unos párrafos de un escrito del prof. O. González de Cardedal publicado hace algunos días, que refleja la inquietud a que me estoy refiriendo. “¿No siguen estando vivos aquellos valores que cristalizaron en la Constitución de 1978? ¿Por qué mirar con desprecio y juzgar tan negativamente nuestra historia nacional?”. “La concordia fue posible”, es el epitafio de la tumba de Adolfo Suárez, en el claustro de la catedral de Ávila. El deseo de convivencia en la reconciliación de todos los españoles fue fundamental en la transición. Generosamente compartieron los españoles la búsqueda de un futuro común, curando heridas y aparcando posibles resentimientos. El paso dado por los españoles entonces mereció el elogio generalizado de fuera y de dentro. El que ya entonces y sobre todo después de cuarenta años se descubran limitaciones y errores no invalida el marco democrático y social que entonces nos dimos con el voto libre de los ciudadanos. La memoria de aquel acontecimiento que ha marcado nuestro tiempo no debe perderse; y es bueno que sean reconocidos los protagonistas del cambio y el deseo de reconciliación de todos los españoles. No estamos arrepentidos de la transición ni nos hemos cansado de la convivencia en paz ni olvidamos que la Constitución fuera ratificada en las urnas por todos los españoles de las diversas regiones que pudieron votar libremente. Olvidar o tergiversar la historia es deslealtad y rémora para proyectar adecuadamente el futuro.
Pero ha surgido últimamente algo sobre lo que debemos reflexionar a tiempo. Con palabras del autor citado antes: “Si se me preguntara cuál es el signo más grave que veo yo en nuestra convivencia civil, diría que es la aparición del odio en palabras y acciones. Odio a personas, a grupos y a instituciones que los representan. Un odio que comienza con la distancia agresiva, el insulto y el desprecio de la opinión del otro y el rechazo inicial de su propuesta. Del reconocimiento del otro en su diferencia se ha pasado a la sospecha contra él, a la palabra despreciadora que perdona la vida a la vez que de entrada descalifica por arcaicas su política, su moral y su religión, exigiendo reconocer como única y válida la propia. Se intenta recomenzar la historia como Adán en el paraíso, dar por supuesto que es necesario un cambio total, proponiendo no una reforma sino una revolución, que traería el bienestar, la justicia, la fidelidad. Ese odio lleva consigo a la vez rencor y resentimiento, malquerencia y humillación. Su desembocadura consciente o inconscientemente en quienes lo ejercen es la voluntad de la eliminación del otro. Frente a la voluntad de verdad y de concordia aparece la voluntad del poder excluyente, desde la que se construye una nueva verdad y se juzga al prójimo. Las expresiones de este odio emergente aparecen no sólo en discursos del Parlamento y en otros hechos públicos sino en la vida diaria”. ¿Por qué es con demasiada frecuencia nuestro hablar tan desgarrado? Sin apertura al otro, no se le escucha ni se acogen sus verdaderas razones ni se comprenden sus legítimos sentimientos. Si el desdén distancia, el respeto acerca.
Desconocer nuestro pasado puede inducirnos a repetir los desmanes y también a limitar sus positivas indicaciones de futuro. La memoria histórica no debe ser parcial ni debe instrumentalizarse contra los otros. La reconciliación arraiga en la purificación de la memoria y en la voluntad de caminar todos juntos. Lo acontecido ha ocurrido efectivamente, y no está en nuestro poder desandar los tiempos; pero podemos recordar los hechos con otras actitudes, reconociendo los propios fallos, haciendo un esfuerzo por comprender a los demás y sobre todo estrechando las manos para edificar unidos una sociedad justa, libre y pacificada. Por los hechos de la historia podemos ser corregidos y también alentados.
Una mirada a nuestra historia como españoles y como católicos no puede llevarnos ni al envalentonamiento ni a la autoflagelación. Sus huellas en la humanidad ahí están y por ellas podemos dar gracias a Dios y también debemos pedir perdón. Nuestra historia como pueblo ha estado marcada por la fe cristiana y no por el budismo, por ejemplo. ¿Cómo esta trayectoria no va a tener repercusiones culturales, sociales y jurídicas en la colaboración mutua entre el Estado y la Iglesia? Pretender nivelar todo puede ser empobrecimiento e injusticia. Por esto, se comprende que en la Constitución sea mencionada expresamente la Iglesia católica, sin excluir a otras religiones; y por lo mismo, no nos pareció correcto que en el Informe Semanal de TVE, por otra parte bien realizado, sobre los cuarenta años desde las elecciones primeras no se aludiera a la colaboración notable de la Iglesia en aquellos años. La verdad tiene su esplendor que no se debe oscurecer.
Los cuarenta años transcurridos en convivencia pacífica son un rico patrimonio recibido y compartido que debemos transmitir serenamente a las nuevas generaciones.