Homilía en la Eucaristía en la iglesia de la Comunidad de Carmelitas Descalzas de Medina del Campo con ocasión de los 450 años de la fundación por Sta. Teresa de Jesús (I)
15 septiembre, 2017Isabel hace de María el elogio más grande que contiene el Nuevo Testamento: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (cf. Lc. 1, 45). María dijo sí a Dios a través del ángel; se puso a disposición de Dios y de sus caminos. La fe fue la puerta de su fidelidad y de la concepción virginal.
E l día de “Nuestra Señora de Agosto” (Sta. Teresa) es decir, en la fiesta de la Asunción de la Virgen María, tuvo lugar un acontecimiento, al parecer irrelevante, pero que ha permanecido vivo a lo largo de los 450 años desde su fundación, el año 1567. Este convento, el segundo de la reforma teresiana, ha sido en su sencillez una parte importante de la sociedad de Medina. Hoy celebramos estas efemérides dando gracias a Dios nuestro Padre, con memoria agradecida a la madre Teresa de Jesús y recordando ante Dios a cuantas monjas han formado parte de esta comunidad y a los bienhechores y amigos durante esta historia secular. Cuando la historia se ha disparado en un ritmo rápido y acelerado, tiene significación particular celebrar estas fechas memorables.
Las palabras de Santa Teresa de Jesús elegidas como lema de los 450 años de vida contienen una llamada y un contraste: “procuren ir comenzando siempre”. Queridas hermanas carmelitas, lleváis 450 años comenzando siempre de nuevo. Vivir ante Dios, nuestro origen, guía y meta, nos rejuvenece día tras día. Cada mañana al despertar somos invitados a cantar a Dios un cántico nuevo (cf. Sal. 95. Apoc. 13,3). Cuatrocientos cincuenta años procurando aprender esta sublime lección: Comenzar siempre de nuevo, aligerando lastre del pasado y superando amarguras, desengaños y frustraciones. Celebramos hoy los primeros 450 años. La fidelidad a los orígenes es esperanza de la pervivencia en el futuro. En el cambio de época en que nos encontramos deben ser radicales y nítidas tanto la fidelidad como la esperanza para afrontar los desafíos implicados.
La fiesta de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María es antiquísima; tanto en la Iglesia de Oriente como en la de Occidente posee un arraigo popular hondo y extenso. Es un acontecimiento reconocido por la Iglesia en la tradición de su fe y celebrado gozosamente como “ejemplo de esperanza segura y consuelo del pueblo peregrino”. María es icono en que contemplamos nuestro destino glorioso. El Papa Pío XII definió el 1 de noviembre del año 1950 la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos como perteneciente a la fe cristiana fundada en la Palabra de Dios. Nos unimos hoy a las generaciones que han proclamado dichosa a la Madre del Señor y nuestra Madre.
La Constitución Apostólica de Pío XII recuerda que la Sagrada Escritura presenta a “la santa Madre de Dios estrechamente unida a su Hijo divino y solidaria siempre de su destino”. El Evangelio muestra el itinerario de María íntimamente unido al de Jesús. Este itinerario tiene su origen sublime en el designio eterno de Dios y su desbordante culminación en la gloria eterna. El Hijo de Dios encarnado y María la Madre del Hijo de Dios son inseparables. María abrió con su consentimiento las puertas de su corazón y de sus entrañas virginales al Hijo de Dios; lo gestó y esperó con entrañable amor de madre; lo alumbró en Belén como luz del mundo; lo mostró a los pastores de Israel y a los magos venidos de Oriente; lo siguió como discípula que oyó la Palabra de Dios y la guardó en su corazón (cf. Lc. 11, 27-28); mantuvo la fidelidad hasta la crucifixión de Jesús; y esperó el triunfo de Jesús sobre la muerte cuando todos vacilaban. Así como la unión de Madre e Hijo asciende al designio eterno de Dios, también participa María en el destino glorioso e imperecedero de su Hijo resucitado. Jesús ascendió al cielo donde está sentado a la derecha del Padre, y María fue elevada al cielo en cuerpo y alma donde ha sido coronada de gloria; podemos decir son vidas paralelas. Precisamente, en la fiesta de hoy, la Asunción de la Inmaculada Virgen María Madre del Hijo Jesús, celebramos cómo la muerte ha sido absorbida en la victoria de Jesucristo resucitado (cf. 1 Cor. 15, 20-26, 54). Cristo ha resucitado como primicias; y el comienzo de esta cosecha abundante es precisamente María, la Madre del Hijo de Dios encarnado. La Asunción es sello de las promesas de Dios y estímulo de nuestra esperanza.
El Evangelio, que hemos escuchado con la atención de la fe, narra el encuentro de dos mujeres gestando: María ha concebido virginalmente e Isabel es madre de manera providencial, ya que era anciana; las dos se felicitan mutuamente, ya que toda vida en gestación es un regalo de Dios, y el estado de toda mujer gestante es llamado justamente de esperanza. Se felicitan, no se compadecen. ¡Qué lección para nuestro tiempo! Juan, el Precursor, en el seno de Isabel salta de gozo por la salvación que trae el Precedido, portado en sus entrañas por María. En la visitación de María a Isabel se encuentran las madres y también los hijos.
Isabel hace de María el elogio más grande que contiene el Nuevo Testamento: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (cf. Lc. 1, 45). María dijo sí a Dios a través del ángel; se puso a disposición de Dios y de sus caminos. La fe fue la puerta de su fidelidad y de la concepción virginal.
María a continuación prorrumpe gozosamente con el Magnificat, que es uno de los cánticos que San Lucas contiene en el llamado Evangelio de la Infancia de Jesús, con los que bendice a Dios por el Salvador Jesús, por el cumplimiento de las promesas hechas a los antiguos padres, por la fidelidad a Dios.
De este canto, tejido con palabras de la Sagrada Escritura, que alimentó la fe de María, quiero subrayar dos cosas. En primer lugar, María se remite personalmente a Dios y declara que Él que es la fuente de la distinción singular que significa ser “la Madre del Señor” (Lc. 1, 43). Ella es la humilde esclava a quien ha mirado con particular predilección el Señor, el Omnipotente, el Misericordioso y Fiel. Devuelve a Dios con acción de gracias lo que es y lo que ha recibido de Él. Aunque la feliciten desde ahora todas las generaciones, cantan realmente la gracia de Dios. María, ensalzada a ser Madre de Dios, es espejo de la gloria de Dios. No se cierra orgullosamente en sí misma. El privilegio singular de María es gracia excepcional de Dios.
Otro aspecto quiero también poner de relieve: En María, en su cántico de gozo en Dios, se anticipan las Bienaventuranzas, que retratan primordialmente a Jesús y a su Madre. ‘El hace proezas con su brazo: Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos” (Lc. 1, 51-53; 6, 20-26). María es la humilde y agradecida servidora del Señor; en cambio, la sabiduría, el poder y el dinero hacen fácilmente a las personas autosuficientes, engreídas y orgullosas; se sienten pagadas de sí mismas y desprecian a los demás.