Homilía del Arzobispo de Valladolid por la Virgen de San Lorenzo, patrona de la Ciudad de Valladolid
8 septiembre, 2024Hermanos y amigos, Real y Venerable Hermandad de Nuestra Señora de San Lorenzo; querido Manuel y presbíteros concelebrantes, Sr. cura párroco de San Lorenzo, Sr. deán de la Catedral, pueblo santo de Dios. Saludo con reconocimiento y afecto al Señor Alcalde y miembros de la Corporación municipal, así como a las diversas autoridades y servidores públicos que participáis en esta Eucaristía. A todos, ¡felices fiestas! Y, este año, ¡feliz domingo!
Nos congregamos en esta Santa Iglesia Catedral para celebrar la Solemnidad de la Virgen de San Lorenzo, patrona de Valladolid. Este año el día 8 de septiembre es domingo y nos da la oportunidad de celebrar juntos la Pascua semanal. Los católicos somos el pueblo del domingo. El día del Señor, como ha sido llamado el domingo desde los tiempos apostólicos, ha tenido siempre en la historia de la Iglesia una consideración privilegiada por la estrecha relación con el núcleo mismo del misterio cristiano. El domingo recuerda la sucesión semanal del tiempo de la creación y el día de la resurrección de Cristo. Es la Pascua de la semana en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, la realización en Él de la primera creación y el inicio de la nueva creación. Es el día de la Iglesia y del hombre. El día de los días.
Así como la Pascua cristiana tiene antecedente en la pascua judía, también el domingo se inspira y transforma el Sabath del Antiguo Testamento. Es el día en el que el mismo Creador descansa, bendice el día séptimo y lo santifica como día separado de los otros días para ser el día del Señor. Un día para dar gracias por todo lo recibido en la creación y para descansar santificando el tiempo, es decir, descubriendo su significado profundo. Del sábado, séptimo día de la creación y del descanso fecundo y esperanzado, se pasa al “primer día después del sábado” como primer día de la semana, como día de Cristo. Es la celebración de la Pascua semanal, día de confesión de la fe en Jesucristo resucitado. La resurrección inicia una nueva creación, cuya primicia es Cristo glorioso. El domingo, además de primer día, es también el día octavo como preanuncio incesante de la vida sin fin que reanima la esperanza de los cristianos y los alienta en su camino, con la encomienda de comunicar esta esperanza a todos.
El Domingo es día de fe y de esperanza.
Como jornada de Cristo-luz, los cristianos incorporaron al domingo el Día del Sol, expresión con la que los romanos denominaban esta fecha y que aún hoy aparece en algunas lenguas contemporáneas –en inglés Sunday, en alemán Sonntag– y le llenaron de un nuevo contenido, día iluminado por el triunfo de Cristo resucitado. Esta luz es un fuego, el fuego del Espíritu Santo. La Pascua semanal se convierte, así, en el Pentecostés de la semana, donde los cristianos reviven la experiencia gozosa del encuentro de los apóstoles con el Resucitado, dejándose vivificar por el soplo del Espíritu.
Es un día irrenunciable. Sin el Domingo no podemos vivir. Incluso en el contexto de las dificultades de nuestro tiempo –nuevo reparto del tiempo de trabajo y descanso, cultura del “fin de semana”–, la identidad de este día debe ser salvaguardada y, sobre todo, vivida profundamente. Seguramente, la renovación de nuestra vida cristiana pasa por reavivar el sentido y la celebración del Domingo.
El domingo es el día de la Iglesia y la asamblea eucarística es el centro del Día del Señor. Los que han recibido la gracia del Bautismo no han sido salvados solo a título personal, sino como miembros del cuerpo de Cristo y han pasado a formar parte del pueblo de Dios. Por eso, es importante que se reúnan para expresar así plenamente la identidad misma de la Iglesia, asamblea convocada por el Señor resucitado, quien ofreció su vida para reunir en un pueblo a los hijos de Dios que estaban dispersos.
La Iglesia es un pueblo convocado, somos vocación. La llamada del Señor resuena con fuerza en la palabra proclamada, que nos convoca a ser discípulos misioneros del Evangelio. La Eucaristía nos reúne y nos une, nos congrega en un pueblo como cuerpo que se ofrece. Somos comunión, llamados a ser signo e instrumento de la Comunión que se nos ofrece en la Eucaristía dominical. En ella aclamamos la presencia del Señor en la Palabra: “Te alabamos, Señor; gloria a ti, Señor Jesús”. Acogemos la presencia real del Señor resucitado, que hace tan suyo el pan que ofrecemos como fruto de nuestro trabajo que lo convierte, por la fuerza del Espíritu Santo, en su mismo Cuerpo que se parte y se comparte, y en su misma sangre, como sello de alianza nueva y eterna. “Este es el sacramento de nuestra fe, anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”. Sostenidos por esta presencia y la efusión del Espíritu Santo, decimos “Padre nuestro” y comulgamos al Cordero que quita el pecado del mundo.
Así, somos enviados en misión para anunciar esta buena noticia de la victoria de Cristo, ensayar la fraternidad y, bendecidos, salir a ser testigos de la verdad y la justicia en las que germina el Reino de Dios.
La Palabra que hemos escuchado hoy: “Supongamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido espléndido; y entra también un pobre con un vestido sucio; y que dirigís vuestra mirada al que lleva el vestido espléndido y le decís: “Tú, siéntate aquí, en un buen lugar”; y, en cambio, al pobre le decís: “Tú, quédate ahí de pie” o “Siéntate a mis pies”. ¿No sería esto hacer distinciones entre vosotros y ser jueces con criterios malos?”. Recuerda claramente a la comunidad cristiana el deber de hacer de la Eucaristía el lugar donde la fraternidad se convierta en solidaridad concreta, y los últimos sean los primeros por la consideración y el afecto de los hermanos, donde Cristo mismo, por medio del don generoso hecho por los ricos a los más pobres, pueda de alguna manera continuar en el tiempo el milagro de la multiplicación de los panes.
Effetá, ha gritado Jesús en el Evangelio, palabra bautismal que nos recrea para no ser sordos a los gemidos de los pobres, ni mudos a la hora de anunciar la verdad y defender la justicia. El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre, dice el rito del Bautismo.
El Domingo es día de fe y de esperanza y de caridad; de convocación, comunión y misión.
El domingo es día del hombre. Por ello, su significado se ofrece a una sociedad que culturalmente vive el domingo como día feriado sin mayor significación, pero con nostalgia de sentido. Cuántas nuevas liturgias se viven hoy en el fin de semana, especialmente, en el deporte, la música y los viajes, como forma de seguir expresando compañía, trascendencia y peregrinación. El alto en la actividad, el ocio que abre un paréntesis en el negocio, es hoy ocasión de nuevos negocios. El domingo ofrece una propuesta de descansar el corazón e invita a buscar en quién y dónde descansar. El domingo afirma el valor de los vínculos para la persona y anima a buscar el fundamento del vínculo y a ensayar la amistad civil, incluso, con aquellos con quienes los negocios económicos o políticos nos enfrentan.
El domingo cultiva un ideal en el corazón por el que merece la pena dar y gastar la vida. Emerge en nuestras sociedades la convicción de que no hay nada peor que la muerte física y va triunfando la idea de que no hay nada por lo que merezca la pena sacrificar la propia vida, el propio tiempo y los propios derechos. El domingo ofrece un nuevo coloquio entre vida privada y vida pública, superando su lejanía o enfrentamiento. El domingo ofrece un ámbito de comunión en el dolor y la fiesta desde el que abordar las diferencias y apostar por el bien común.
Hermanos, pidamos a la Virgen de San Lorenzo que interceda por nosotros para que reavivemos nuestra celebración del domingo. Especialmente, pidamos por las familias en las que los niños se están iniciando en la celebración del domingo, a través de la catequesis de Primera Comunión. Que la legítima celebración familiar no oculte el acontecimiento en el que se inician.
La Santísima Virgen está presente en cada domingo de la Iglesia. Hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan la Palabra proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a conservarla y meditarla en el propio corazón (cf. Lc 2,19). Con María los fieles aprenden a estar a los pies de la Cruz para ofrecer al Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento de la propia vida. Con María viven el gozo de la resurrección, haciendo propias las palabras del Magnificat que cantan el don inagotable de la divina misericordia en la inexorable sucesión del tiempo: “Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (Lc 1,50). De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María, y su intercesión materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima Trinidad.