Diego Velicia
Psicólogo del COF Diocesano
La reducimos a la infancia, pero, en realidad, la necesitamos toda la vida. La confundimos con la ñoñería diluyendo así su capacidad transformadora. Parece cosa de cursis, sin embargo, su potencia para configurar una vida es infinita.
La ignoran los obsesionados con la eficacia. La desprecian los que nunca la han experimentado. La detestan quienes solo quieren imponerse a los demás.
No consiste en muestras físicas de afecto. A veces se manifiesta con una mirada esperanzada. A veces se expresa con un silencio comprensivo. A veces aparece en una renuncia sacrificada.
No se trata de una emoción intensa que se siente muy dentro y hace estallar el corazón de gozo efusivo, no. Más bien se parece al sol de febrero, que calienta para ahuyentar la helada de la noche. Así, la ternura da calor al corazón cuando el frío de la vida congela el alma.
No es amar al otro “a pesar de” su fragilidad. Amar al otro a pesar de su fragilidad deriva en la superioridad moral de creer que soy bueno porque le aguanto a pesar de que es imperfecto De esa forma termino por elevarme a categoría de héroe, capaz de amar a alguien a pesar de que realmente no se lo merece. Y acabo mirando la fragilidad del otro de forma condescendiente desde lo alto de un taburete, creyendo que estoy en lo más alto de un pedestal.
Es lo opuesto a la mirada que juzga y condena. Esa mirada que critica, que reprocha, que desprecia… “Estás siempre igual, nunca cambias, nunca lo harás”. Tras esa mirada anida el deseo de posesión: quiero que seas como yo quiero y te ataco por no ser así.
Ofrece una respuesta insólita a la miseria del otro. Es una forma inesperada de hacer justicia, dice el Papa Francisco. Sin ella, nos advierte, permanecemos presos en una justicia que confunde la redención con el castigo.
Es la experiencia de amar y acoger al otro “en medio de” su fragilidad, en medio de su debilidad, en medio de su miseria. Esa es su esencia.
No ignora la fragilidad del otro. No la niega. No la minimiza. No se asusta ante ella.
Percibe esa fragilidad con realismo. La reconoce con verdad. La saca a la luz con sensibilidad. La toca con delicadeza desde una esencial mirada de aprecio.
Insufla esperanza para trabajar sobre uno mismo. Devuelve la dignidad a la persona para seguir en camino. Es soplo que alienta a ser lo que estamos llamados a ser, a no tirar la toalla en esa pelea.
Tres dinámicas la hacen crecer.
La primera es el humor. No la ironía despectiva ni el sarcasmo burlón. Sino la forma diferente de ver la misma realidad cambiando el foco entre el primer plano y el fondo. O dando la vuelta a la situación para mirarla desde otra perspectiva. O ampliando un detalle hasta convertirlo en cómico. El humor posibilita una mirada nueva sobre el otro.
La segunda consiste en valorar la parte positiva de aquello que a veces nos saca de quicio del otro. No se trata de justificar el mal, sino de mirarlo desde otra perspectiva. Una persona terca, seguramente sea desquiciante en muchos momentos, pero perseguirá sus objetivos en la vida y eso tiene una parte buena. Una persona tranquila a veces desespera hasta la exasperación en su tranquilidad, pero aportará calma a situaciones complicadas. Una persona que cambia de planes con facilidad puede que nos vuelva locos, pero seguramente conseguirá improvisar en los momentos en que esto sea necesario.
La tercera es la conciencia de las propias fragilidades. Empeñarse en limarlas, fracasar una y otra vez, perdonarse por ello y volver, una y otra vez, al camino de intentarlo. Tropezar de bruces con nuestra incapacidad para ser perfectos sin renunciar al deseo de serlo. Amar esa paradoja sin intentar resolverla.