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Homilía
Ricardo Blázquez Pérez, nuevo arzobispo de Valladolid
Toma de posesión
17 de abril de 2010
Publicado: BOA 2010, 48.
Señores obispos hermanos en el ministerio episcopal, queridos presbíteros, queridos religiosos y religiosas de vida contemplativa y apostólica, queridos fieles cristianos todos. Saludo particularmente a quienes formáis la Diócesis de Valladolid; compartiremos el gozo y las tareas de ser hermanos y apóstoles del Señor. Saludo al Sr. Nuncio; a través de él deseo expresar mi comunión profunda, cordial y obediente al papa Benedicto XVI; le muestro mi agradecimiento y apoyo por las decisiones tan valientes, humildes y luminosas que ha tomado en cuestiones muy delicadas. El ministerio de Pedro es realmente un servicio precioso a la Iglesia y también a la humanidad. Saludo con satisfacción y esperanza a los seminaristas de Valladolid, Bilbao y de otras diócesis que se han unido a la presente celebración; queridos amigos, doy gracias a Dios por vuestra vocación y espero con vosotros su maduración plena; los mismos sentimientos manifiesto a los candidatos de congregaciones religiosas. Dios llama por amor y acompaña siempre.
Queridos familiares, paisanos y amigos. Con particular afecto saludo a quienes han venido de Bilbao; ocuparán siempre un puesto privilegiado en mi corazón. Saludo con respeto y afecto al Sr. Alcalde de Bilbao y al de Valladolid; a las autoridades locales, provinciales y autonómicas. Cuenten con mi lealtad para colaborar como obispo en todo lo que se refiera al bien común de la sociedad y al bienestar social, cultural y espiritual de nuestro pueblo.
1. «Bendito sea Dios, que por la resurrección de Jesucristo nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva» (1P 1,3). Doy gracias a Dios por los años que me ha concedido cumplir el ministerio episcopal en Bilbao; ahora me abre por delante una etapa nueva, que inicio con una esperanza fresca e ilusionada. Al comenzar cada día, cada tramo del camino y cada etapa de la vida, renace en el corazón la esperanza fundada en Dios.
Jesús dijo a los discípulos de la primera hora y nos dice a nosotros también hoy: «Soy yo, no temáis» (Jn 6,20). Nos asustamos o por los fantasmas que con la imaginación nos creamos o porque el viento contrario sopla violentamente; unas veces sentimos miedo porque dudamos de que el Señor cuide de nosotros, y otras por la experiencia de nuestra debilidad para afrontar el presente y proyectar apostólicamente el futuro. Él nos repite: «Soy yo, no temáis». El Señor tiene poder para devolver la calma al mar y para serenar nuestro espíritu. «Nada te turbe, nada te espante, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta» (santa Teresa de Jesús). Motivos para temer puede haber; pero Jesucristo es el Señor, y «en todo vencemos por aquel que nos ha amado» (Rm 8,37). En nuestro tiempo sentimos los cristianos, la Iglesia, con particular incidencia tanto la magnitud de los desafíos que nos acechan como la fuerza del Señor, que nos conforta y consuela diariamente. Pero las dificultades no nos paralizan; más bien, nos impulsan a poner en el Señor nuestra confianza, a redoblar los esfuerzos y así llegará la barca a la otra orilla.
El ejercicio de la caridad es parte esencial de la Iglesia, igual que el servicio de la Palabra de Dios y de los sacramentos. Forma parte, por tanto, del ministerio del obispo en la diócesis, atender a las personas más vulnerables y de hecho más heridas. Ante las quejas recibidas por el cuidado deficiente de los necesitados, los Apóstoles junto con los demás cristianos distribuyeron más eficazmente las tareas eclesiales. A un grupo de personas elegidas encomendaron la administración de la caridad como germen del ministerio de los diáconos (saludo a los diáconos presentes en la celebración), y los Apóstoles se dedicarían sobre todo «a la oración» (eucaristía y liturgia) «y al servicio de la palabra» (predicación y enseñanza) (Hch 6,4). Unidos desarrollarían todos la misión de la Iglesia (cf. Deus caritas est, 21) . A ejemplo de Jesús, que se hizo pobre por nosotros y pasó haciendo el bien, los golpeados por tantas formas de indigencia ocupan en la misión de la Iglesia un lugar preferente. Me satisface recordar hoy que la Iglesia en Castilla ha querido acompañar con el espíritu del buen samaritano a sus gentes en los decenios pasados, que han debido afrontar cambios tan profundos y tan duros. Este propósito nos urge también a nosotros.
Hemos escuchado unas palabras de la Primera Carta de San Pedro dirigidas a los presbíteros de la Iglesia. Yo, presbítero como vosotros, queridos hermanos sacerdotes, escucho con vosotros la exhortación del Apóstol: “Pastoread el rebaño de Dios de buena gana, con entrega generosa, servicialmente; no forzados, ni interesadamente, ni dominando a los demás” (cf. 1P 5,1-3). Ser sacerdote es una vocación insustituible en la Iglesia, nacida del encuentro entre la confianza que nos ha mostrado el Señor y la confianza que nosotros hemos depositado en Él. Jesús nos dignifica con la condición de amigos. Agradezco cordialmente vuestro ministerio; comprendo y comparto vuestras dificultades; sabemos por la fe que la esperanza en Dios no defrauda.
El Santo Cura de Ars es un ejemplo impresionante de cómo ser testigos de Dios, de su existencia y de su misericordia. En unos tiempos agitados por el impacto de la Ilustración y de la Revolución francesa, fueron muchas personas a Ars, buscando a alguien que les hablaba de Dios, les partía el pan del Evangelio y les otorgaba en nombre del buen Dios el perdón de los pecados. Poseía san Juan María Vianney el don de discernir las profundidades de las personas, de iluminarlas en sus confusiones y de alentar poderosamente la llama de la fe. El Año Sacerdotal es una oportunidad para renovarnos interiormente y ser así testigos más transparentes e incisivos del Evangelio. Quien nos pastorea a todos es Jesucristo, el supremo Pastor, que nos dará la corona de la vida eterna. Los sacerdotes de nuestra generación somos seguramente como un puente tendido entre dos situaciones de la Iglesia; esta circunstancia forma parte de nuestra misión, de la que no debemos desertar ni inhibirnos.
Probablemente vamos adquiriendo la persuasión cada vez más fundada de que la acción pastoral debe subrayar como quehacer primordial la iniciación cristiana, que se apoya en los pilares de la profesión de la fe, la celebración de los sacramentos, la práctica de los mandamientos de Dios y la experiencia de la oración dominical. Si no queremos ser víctimas de una confusión muy extendida sobre la verdad y el bien, sobre el amor y la vida, sobre la libertad y la justicia, debemos levantar nuestra existencia sobre aquellos cimientos de una manera clara, positiva y sencilla. No podemos ya dar por supuestas muchas cosas básicas para desarrollar nuestra tarea como mantenimiento o complementación. Sin sólida formación cristiana no hay suficientes criterios para orientarnos en el ambiente general y en la opinión pública. Vayamos al centro y al corazón de la fe y de la vida cristiana. Podemos elegir la pedagogía que juzguemos más adecuada según las edades de la vida y las situaciones, pero, con unos procedimientos u otros, que sea auténtica iniciación cristiana; que eduque con claridad la cabeza y el corazón, a la luz de la fe y la razón, creando actitudes correctas e invitando a la conducta ética diaria. La iniciación cristiana es un aprendizaje, en la casa y escuela de la Iglesia, de lo que es pensar, sentir y vivir en cristiano. A Jesucristo, que es el centro de la fe cristiana, lo encontramos en la comunión de la Iglesia. Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios encarnado, el Mesías de Israel, el Salvador de la humanidad, nuestro Señor. El Jesús vivo —no sólo como personaje del pasado cada vez más distante— viene a nuestro encuentro en la Iglesia viva, santa y al mismo tiempo formada por pecadores. No deja de ser nuestra familia en la fe, aunque como en toda familia, haya comportamientos que nos desagraden.
La iniciación cristiana comienza desde la infancia en estrecha colaboración entre la familia y la parroquia. Queridos padres, haced de vuestra casa un hogar cristiano donde vuestros hijos vayan creciendo también como hijos de Dios, aprendan a rezar a la Virgen y a vivir bajo su protección maternal. Vuestra colaboración con la palabra y el ejemplo es insustituible. La clase de religión, la escuela católica, el servicio de algunos medios de comunicación os pueden prestar una ayuda muy importante en vuestra responsabilidad de educadores primordiales. La catequesis, la participación en la Eucaristía del domingo y el cuidado de los necesitados pertenecen a lo elemental y básico de la comunidad cristiana. Atendamos con particular esmero e insistencia lo que es fundamental y necesario. Lo claramente identificado como cristiano es también lo más fecundo apostólicamente.
Sólo respondiendo a la común vocación cristiana en la Iglesia, que es la patria de todas las vocaciones, descubrimos cada uno la propia vocación. Acompañados por los educadores y en diálogo con Jesucristo, debemos preguntarle: “¿Qué quieres, Señor, de mí?”; y en la oración podemos escuchar su invitación: “Vente conmigo”. La pastoral vocacional echa sus raíces en la pastoral de la fe y de la vida cristiana, en un marco de confianza en la Iglesia y participando en su vida y misión. Los ambientes predominantemente críticos agostan los brotes de generosidad evangélica. Todas las edades de la vida son aptas para la iniciación, maduración y compromiso de la fe; todas las etapas (infancia, adolescencia, juventud, madurez, ancianidad) son preciosas; nos necesitamos mutuamente en la Iglesia y en la sociedad.
Queridos jóvenes, en lugar de halagar o reprender de entrada, confiamos en vosotros y respetamos vuestra responsabilidad para tomar las riendas de la vida; contad con nuestro apoyo en esta vital empresa. Os decimos con amor que necesitáis de Dios, que la fe en Dios es luz y fuerza extraordinaria; estamos convencidos de que descubrir al Dios vivo es lo mejor que os puede acontecer. La Iglesia es la familia de los cristianos; con fallos como nuestras familias, pero también con excelentes servicios en favor de los pobres y desamparados que debéis conocer y en los que conviene que participéis. La Iglesia tiene las puertas abiertas para compartir todos unidos el gozo de la amistad con Jesucristo. Queremos lo mejor para vosotros. Soñamos con vuestro futuro; más aún, Dios mismo tiene un proyecto de felicidad auténtica para vosotros. Deseamos que acertéis en la vida, en vuestra profesión, en vuestra vocación cristiana, en la percepción de las oportunidades que la sociedad debe prestarnos. Hay una clase de diversión que deja resaca; y existe una alegría que es compatible con el sufrimiento por Jesucristo, por la verdad y por el bien (cf. Hch 5,41). Podemos establecer una proporción entre la fidelidad y la felicidad, entre el respeto de Dios, el servicio a los demás y la satisfacción profunda del corazón. A la vista tenemos la Jornada Mundial de la Juventud, que tendrá lugar en Madrid el año próximo ; os invito a prepararnos para esa gran cita a la que nos convoca el Papa.
Yo no traigo un programa pastoral; entre todos podremos concretar algunos subrayados y prioridades. Recuerdo unas palabras de Juan Pablo II: «El programa ya existe. Es el de siempre, recogido en el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar». El programa no cambia, pero «tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz». Por ello, «es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad» (Novo millenio ineunte, 29).
2. Vengo a una Iglesia local, con una rica tradición de santos, de cristianos eminentes, de realizaciones sociales y culturales magníficas. Todo esto quiero hacer mío con honda gratitud. Amemos nuestra historia cristiana y sus manifestaciones culturales y artísticas, que aquí en Valladolid brillan poderosamente. La purificación necesaria de actitudes y de conductas concretas es compatible con el legítimo orgullo por las personas que nos han precedido y que también hoy son maestros.
San Pedro Regalado es el patrono de la ciudad y de la Diócesis desde el año de su canonización en 1746. Nació en el centro de la ciudad en el año 1390, y murió en La Aguilera, junto a Aranda de Duero (Burgos); el convento ha sido restaurado recientemente, y las numerosas clarisas que forman su comunidad son una sorpresa de Dios y un motivo de esperanza. San Pedro Regalado fue discípulo y creció al lado del reformador fray Pedro de Villacreces. Ordenado sacerdote hacia el año 1415, fue trasladado inmediatamente al Abrojo (Valladolid), donde comenzó la edificación del convento y donde fue vicario-guardián del mismo. Como es norma entre los discípulos de Jesús, las tribulaciones acompañaron el nacimiento de la reforma. Con la experiencia de la cruz y con la esperanza en la vida eterna, murió este santo reformador el 30-3-1456, asistido en los últimos momentos por su amigo D. Pedro de Castilla, obispo de Palencia.
He tenido la oportunidad de visitar con admiración y reconocimiento, en la catedral de Lima, el sepulcro del arzobispo santo Toribio Alfonso de Mogrovejo. Con toda probabilidad —y se puede permitir al afecto que incline la balanza— nació en Mayorga (Valladolid) en el año 1538 y murió en Perú en 1606. Estudió en Valladolid y Salamanca, y fue profesor en Coimbra (Portugal). En 1579 fue nombrado arzobispo de Lima. Reunió el III Concilio limense desde agosto de 1582 hasta octubre de 1583. Entre otras iniciativas pastorales de largo alcance, el Concilio publicó un catecismo para facilitar la labor evangelizadora de los párrocos, que fue traducido al quechua y al aymara. Fundó en 1591 el seminario conciliar de Lima, el primero de América. Efectuó cuatro veces la visita pastoral a su extenso territorio, habiendo aprendido varias lenguas indígenas para poder predicar a los indios en la suya propia. ¡Qué estatura humana, cristiana y pastoral! A través de santo Toribio, canonizado en 1726, nuestra Diócesis fue eminentemente misionera. Estamos seguros de que desde el cielo no se olvida de su parroquia de origen ni de la Diócesis actual.
Mons. Florentino Asensio nació en Villasexmir el día 16-10-1877. Después de recibir la ordenación sacerdotal en el año 1901 y desarrollar diversos encargos pastorales, fue durante quince años confesor del Seminario y de otras comunidades religiosas. Ejerció abundantemente el ministerio de la Palabra de Dios, distinguiéndose su predicación por la sencillez en la comunicación y la transparencia evangélica. Subrayó la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, de cuya mansedumbre fue imagen viviente. La resistencia a aceptar el nombramiento de obispo de Barbastro fue quebrada sólo cuando el nuncio Mons. Federico Tedeschini apeló a su sentido de Iglesia. Habiendo recibido la ordenación episcopal el 20-1-1936, inició el ministerio sin publicidad por temor a reacciones violentas, dado el ambiente anticlerical de la pequeña ciudad de Aragón. Pronto el Señor le pidió el sacrificio de su vida y él la entregó como siervo fiel que selló su amor con la rúbrica suprema. Durante el arresto en el Colegio de los escolapios, entre otros con religiosos claretianos y benedictinos, la oración intensa le fortalecía personalmente, y le daba valor y confianza para animar a los compañeros de cárcel. Con serenidad y paz, cargando pacientemente con la cruz y perdonando como el Señor a quienes le maltrataban, padeció el martirio en la madrugada del día 8-8-1936. Fue el pastor mártir de una Iglesia que se puede calificar adecuadamente como martirial.
El P. Anselmo Polanco, que fue obispo de Teruel y padeció el martirio el día 7-2-1939, está estrechamente vinculado a nuestra ciudad. Nacido en Buenavista de Valdavia (Palencia) el día 16-4-1881, estudió en el Colegio de los agustinos, llamados filipinos por su vinculación misionera con las islas Filipinas, donde más tarde fue durante siete años Rector. En 1932 fue elegido Superior Mayor Provincial, lo que aceptó, según las crónicas, “llorando a lágrima viva”. Habiendo sido nombrado obispo de Teruel el 21-6-1935, recibió la ordenación en la iglesia del Colegio de los Filipinos el día 24-8-1935. Como obispos consagrantes concelebraron el arzobispo de Burgos, D. Manuel Castro; el obispo de Vitoria, D. Mateo Múgica; y D. Tomás Gutiérrez, obispo de Burgo de Osma. No pudo participar el arzobispo de Valladolid, D. Remigio Gandásegui y Gorrochategui, nacido en Galdácano (Vizcaya). Este había tomado como confesor al P. Polanco, cuando era rector del Colegio, por su “sólida cultura teológica y plena madurez espiritual”, según manifestó el mismo Arzobispo.
Dos eminentes cardenales de los últimos decenios son originarios de nuestra Diócesis vallisoletana. D. Marcelo González Martín, cardenal de Toledo, recuerda por su grandeza la serie de cardenales insignes de la sede primada. Aquí, en la Catedral, ejerció su brillante oratoria de clásica dicción, y un barrio de la ciudad es testigo de su preocupación social. D. Carlos Amigo Vallejo, nacido en Medina de Rioseco, prolífico escritor y orador fluido, ha ocupado durante muchos años la sede hispalense. Agradezco su presencia hoy y le saludo con afecto.
A la Diócesis de Valladolid perteneció el sacerdote D. José Luis Martín Descalzo. Fue extraordinario periodista de temas cristianos, aunando el bello estilo literario, el conocimiento fundado de lo que escribía y la exquisita sensibilidad de su corazón que late entre las líneas. La Iglesia en España le debe mucho; aunque murió prematuramente, podemos decir respetando siempre los designios de Dios, levantó una obra admirable, de la cual bastantes libros continúan siendo muy leídos. Hay obras de autores que no envejecen con los años; incluso el paso del tiempo encarece la estima de su autenticidad. En el Hogar Sacerdotal, junto a la basílica de Begoña en Bilbao, vivió bastantes años. Allí ultimó los cuatro tomos dedicados a sendos periodos conciliares Un periodista en el Concilio, que fueron editados muchas veces y acercaron el acontecimiento conciliar a nuestra Iglesia y sociedad. Con su estilo sugerente hacía atractivo lo que tocaba.
Hace poco más de un mes ha muerto D. Miguel Delibes, hijo ilustre de Valladolid. Devolvió al pueblo las palabras y expresiones que de él había recibido, después de haberlas buscado y decantado en su genuinidad. El pueblo se vio reflejado y dignificado en los escritos de D. Miguel, con el cual había circulado una relación entrañable de ida y vuelta. Delibes, además, y no en segundo lugar, fue un testigo sobrio y sin doblez de la fe cristiana, recibida en su familia, y que a medida que avanzaba en la experiencia de los años la consideró más vitalmente como su luz y su camino. Invito a quienes se hayan enfriado en la fe a seguir la trayectoria de este hombre tan excelente como discreto, que supo conservar lo que se debe conservar sin complejos. Sobre la cuestión del aborto, con la franqueza que le caracterizaba, nos recordó públicamente un par de cosas básicas: El ser humano que se forma en el seno de la madre posee una alteridad individual diferente de la del padre y la madre; y segunda, es un ser humano sumamente débil, que deben proteger todas las personas que quieran apoyar verdaderamente a los débiles. No entendía Delibes que se pudiera coherentemente seleccionar qué personas débiles defender y cuáles dejar en manos del poder destructor.
Recuerdo con afecto a los dos últimos arzobispos de Valladolid, predecesores en esta sede metropolitana. D. José Delicado ha dejado una huella profunda en la Diócesis y en el corazón de los vallisoletanos. En varias ocasiones pude prestar diversas colaboraciones que me pidió. Vive entre nosotros y desde el retiro ejerce como “emérito”, como eminente jubilado. A D. Braulio sucedo inmediatamente, después de que haya pasado a la sede de Toledo. Le manifiesto mi gratitud por su ministerio en la Diócesis y mi amistad. Es para mí un deber muy grato reconocer a D. Félix López Zarzuelo su buena gestión como Administrador Diocesano y la acogida cordial que me ha dispensado.
D. José Velicia, de amigable memoria, apoyado por D. José Delicado y los demás obispos de Castilla y León, coordinó y animó a un grupo de relevantes personalidades a organizar uno de los acontecimientos culturales más notables en España de los últimos decenios. Me refiero a Las Edades del Hombre. La larga serie de exposiciones ha ofrecido la oportunidad de mostrar un riquísimo patrimonio artístico, conservado y cuidado por la Iglesia con el apoyo de otras instituciones. Los guiones catequéticos recuperaban el sentido religioso que había movido a la creación de estas obras extraordinarias. En ellas emerge una historia de fe y de piedad cristianas que se expresa con el lenguaje de la belleza. Hablan de Dios a otros porque sus autores fueron personas de fe.
En 1886, tres decenios después de haber sido constituida la Iglesia de Valladolid como metropolitana y su sede como arzobispado, fue declarada santa Teresa de Jesús patrona de la Provincia eclesiástica de Valladolid. Podemos felicitar a nuestros predecesores porque eligieron acertadamente. Queridos hermanos obispos de las Diócesis sufragáneas, tenemos una poderosa intercesora para “tiempos recios”, como ella vivió y nosotros estamos también viviendo. Confiados en el Señor podemos trabajar sin desfallecer, con serenidad, libres de ansiedades y angustias, cargando cada día con su propio afán. ¡Que el Señor abra sus caminos delante de nosotros!
Mañana, Dios mediante, será beatificado el jesuita P. Bernardo de Hoyos , que nació en Torrelobatón (Valladolid) el 21-8-1711 y murió en esta ciudad el día 29-11-1735, a la edad de sólo 24 años. Fue acompañado en el estudio de la devoción al Corazón de Jesús por el P. Agustín de Cardaveraz, que en la iglesia de San Antón de Bilbao tuvo la primera predicación en España sobre el Sagrado Corazón de Jesús. A la luz de su intenso trabajo de animación pastoral es llamado con razón el primer apóstol del Sagrado Corazón de Jesús en España. El Espíritu Santo (cf. Jn 7,38-39; 19,30; 20,22), como ha escrito Benedicto XVI, «armoniza el corazón de los creyentes con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado, cuando se puso a lavar los pies a sus discípulos (cf. Jn 13,1-13) y, sobre todo, cuando entregó su vida por todos (cf. Jn 13,1; 15,13). El Espíritu es también la fuerza que transforma el corazón de la comunidad eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola familia». (Deus caritas est, 19). El Corazón de Cristo, el corazón de los cristianos y el corazón de la Iglesia deben tener los mismos sentimientos. Dios es amor (1Jn 4,8) y seremos nosotros compasivos en la medida en que recibamos el amor del Corazón traspasado de Cristo en la cruz (n. 17).
Ponemos, queridos hermanos, nuestra Iglesia de Valladolid y el ministerio episcopal que me ha confiado el Papa en el regazo de Nuestra Señora de San Lorenzo, patrona de la ciudad. Ella, que gestó a su Hijo con entrañable amor de Madre y lo dio a luz como el Salvador del mundo, nos sostenga en la fe y acompañe en nuestros trabajos apostólicos. Así enseñó el Concilio Vaticano II: «La Iglesia, también en su labor apostólica, mira con razón hacia aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca en medio de la Iglesia en el corazón de los fieles. La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Lumen gentium, 65) . “Bajo tu protección nos acogemos, santa Madre de Dios”. “¡Ven con nosotros al caminar, santa María, ven!”.
† Ricardo Blázquez Pérez, arzobispo de Valladolid