Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Elección del papa Benedicto XVI

Tedeum por el papa Benedicto XVI

26 de abril de 2005


Publicado: BOA 2005, 117.


Estamos aquí, hermanos, como Iglesia de Valladolid para dar gracias y orar por la persona del nuevo papa Benedicto XVI como obispo de Roma y Pastor universal . Por ello nuestra asamblea litúrgica en la Catedral ha cantado el himno Te Deum y está orando en la tarde/noche con la oración típica de la Iglesia al acabar la luz: las Vísperas.

Dar gracias y orar. ¿Por qué? Hay suficientes razones para ambas cosas. En estos momentos debemos dar gracias por aquél en el que hoy vive Pedro, el papa Benedicto XVI, después de haber orado juntos tras la muerte y sepultura del papa Juan Pablo II, que tantos ejemplos nos ha dejado para seguir a Jesucristo. Hemos escuchado además el texto de Jn 21, un capítulo que tiene ciertamente un valor eclesial, que interesa a cualquier cristiano. El pasaje leído no solamente nos narra un episodio (el encuentro del Resucitado con algunos de los apóstoles), sino que refleja la situación de la Iglesia, mostrando el típico problema eclesial: cómo la presencia del Verbo encarnado sigue manifestándose específicamente en la vida de la Iglesia y sus comunidades. El discípulo amado, pues, nos da también el sentido de esta manifestación de Cristo: El Señor está cerca en las pruebas, en los momentos felices, pero siempre en la comunidad unida.

Sin duda que esa comunidad de discípulos de Jesús, con Pedro a la cabeza, está tocada. El desánimo de los que Jesús ha llamado le sugería a cada uno dedicarse a sus propios quehaceres, buscando cada uno su hobby, o su seguridad personal y abandonando la empresa común que es la Iglesia. ¿No nos ocurre también a nosotros esta situación de desánimo? Pero en el texto de Jn 21 aparece algo interesante: al menos en estos apóstoles hay un mínimo ejemplo de colaboración mutua. Aparecen los amigos de la primera hora, aquellos a quienes Jesús llamó en los primeros días y con los que empezó entre nosotros la gran parábola de la historia del Verbo de Dios, Jesucristo, en nuestro mundo. Y el primero de la lista es Simón Pedro, que es colocado en posición sobresaliente, como una indicación de la importancia de Pedro para la vida de la comunidad cristiana. La figura de Pedro resulta particularmente determinante para que todos juntos tratemos de hacer algo, de vencer las dificultades presentes y, en definitiva, para que seamos la Iglesia de Jesucristo y cumplamos nuestra misión en el mundo.

En el texto de san Juan sigue la conversión entre Cristo y Pedro (v. 15-19), con una triple pregunta del Señor, respondida por tres veces por Pedro, quien recibe a su vez un encargo repetido tres veces por Jesús. Las tres preguntas ponen de manifiesto que la atención está puesta cada vez con más insistencia en la persona de Jesús. Es decir, la misión pastoral que Cristo confía a Pedro en su Iglesia se basa en una relación de confianza, de fidelidad y de filial intimidad con el Señor, más que en cualquier otra cualidad humana, aunque fueran las mismas capacidades de gobierno o de presidencia de la comunidad: «Señor, tú sabes que te amo». ¿Qué pensamientos deducir de este evangelio proclamado en nuestra celebración?

Primero: La Iglesia tiene a Pedro como Pastor, como una clarísima disposición de Jesús aceptada por la comunidad, que está llamada a reconocer en la continua acción de Pedro en la Iglesia la continuación de la acción personal de Jesús. Entre los diversos signos bajo los cuales san Juan nos hace reconocer la permanente presencia y acción del Señor Resucitado entre los suyos están sin duda el Espíritu Santo, el agua, el pan, la Palabra; pero también está Pedro como pastor del rebaño. Él constituye un signo en el cual los demás cristianos estamos invitados a reconocer la presencia del Señor, para apoyarnos en ella y para hacerla punto de referencia de nuestra acción eclesial.

Segundo: La misión de Pedro está basada en el amor y en la capacidad de dar la vida. Es decir, la presencia de Pedro, y de los otros pastores (el obispo, los presbíteros y el servicio de los diáconos), no se necesita para que haya orden en la comunidad, sino en servicio de amor y de verdad, previsto por el Señor para su Iglesia, como uno de los frutos de la Encarnación de Cristo. El Señor quiso y quiere que su obra entre los hombres continúe en la Iglesia aún en el aspecto exterior, que a muchos les parecerá meramente organizativo y cambiable, pero que en realidad es una prolongación de su modo de ser entre los hombres y mujeres. Quien ama a Pedro, pues, y lo comprende como un don del Señor, dando gracias, interpreta rectamente, con libertad de espíritu, el sentido de sus intervenciones en la Iglesia, y ve en ellas cómo se promocionan la caridad, y obedece con amor.

Tercero: La misión de Pedro lleva consigo pruebas y la suprema es el martirio. Por eso la consecuencia es que la comunidad cristiana que escuche este pasaje del cuarto evangelio no puede abandonar a Pedro en sus dificultades. Hay que permanecer con él, como dice Hch 12,5: «La Iglesia oraba intensamente por él». Esta profunda solidaridad de oraciones y de ánimos es un signo de fidelidad de la Iglesia a los modos escogidos por Jesús para su presencia en el mundo.

Pero hemos visto, leído y escuchado en estos días críticas muy fuertes en contra de la elección de Benedicto XVI. ¿Cómo dar gracias por él al Señor? No me extraña que algunos os hagáis estas preguntas: era previsible esa crítica de parte del mal llamado ambiente progresista y en realidad anclado en cierto fundamentalismo de otro tipo. En muchos casos, en efecto, la crítica no pasa de ser un montón de tópicos que le hacen a uno sonrojarse. Muchas críticas se basan, además, en una burda caricatura de los que presumen de dialogantes y tolerantes.

Otras se caracterizan por una total falta de conocimiento de lo que es un credo religioso, como si éstos necesitaran una revisión constante, una constante “aclimatación” a cada época. Como afirmaba un escritor católico: «A nadie se le ocurriría afirmar que tal o cual sistema filosófico merece crédito en verano, pero no en invierno; o que tal teoría cósmica es verosímil al mediodía, pero no a la medianoche. Un credo religioso no puede depender de las veleidades de cada época; lo cual no quiere decir que no deba esforzarse por atender las preguntas que cada época le dirige» (J. Manuel de Prada, diario ABC, 22-4-2005, p. 48). ¿No será que esas críticas sin matices, feroces y desproporcionadas, inquisitoriales que, a modo de “saludo”, le han dirigido al nuevo Papa, son en realidad la mejor prueba de la validez de su elección?

Las palabras del papa Benedicto son, por el contrario, muy distintas: «Plenamente consciente, por tanto, —dice el Papa en su primer mensaje — al inicio de su ministerio en la Iglesia de Roma que Pedro ha regado con su sangre, su actual sucesor asume como compromiso prioritario trabajar sin ahorrar energías en la reconstrucción de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo. Ésta es su ambición, éste es su acuciante deber. Es consciente de que para ello no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Son precisos gestos concretos que entren en los ánimos y renueven las conciencias, llevando a cada uno a aquella conversión interior que es el presupuesto de todo proceso de ecumenismo».

Pero a nosotros nos toca orar y no dejarnos engañar por los que no tienen ni el más elemental respeto a una figura señera de la Iglesia, como es el papa Benedicto XVI. La misión del sucesor de san Pedro tiene su fundamento en la gracia y la misericordia del Padre que, venciendo los límites y los pecados humanos, hacen posible la permanencia de Pedro en la verdadera fe y en la comunión de Cristo. Su presencia es también signo visible de Jesucristo, que pastorea así a su Iglesia. Sabemos que ni Pedro ni sus sucesores son los que instituyen por sí mismos la fe, los sacramentos o la unidad de la Iglesia; todo esto es obra del único Señor y del único Espíritu. Pero Pedro es principio de la unidad en la Iglesia. Por tanto, la comunión con él es realmente criterio de la permanencia en la comunión jerárquica en la Iglesia de Cristo, pero no porque sea él quien la constituye, sino porque es, de hecho, signo visible y objetivo de su presencia en la Historia.

El sucesor de Pedro no está situado por encima de la Iglesia: está dentro de la Iglesia; tampoco está por encima de la Palabra de Dios, que se manifiesta en la regla de fe. La autoridad del papa no existe nunca en la Iglesia como pura autoridad exterior a la Iglesia; por eso el cristiano puede responder a ella con el «obsequio religioso de su inteligencia y voluntad». Y por esta razón el católico debe rezar por Pedro para que pueda realizar su misión. Y debe rezar porque el particular ministerio del papa en la Iglesia no es ni podría ser fruto del poder del hombre llamado a tal misión. Pues ningún hombre —tampoco los apóstoles, tampoco Pedro, tampoco el papa— ha sido llamado por Cristo para que se sitúe por encima de la Palabra de Dios y de la Iglesia, y determine a su antojo en qué debe consistir la verdadera fe, sino para que acoja el Evangelio, participe gratuitamente en la comunión abierta por Cristo y dé testimonio suyo con la gracia del Espíritu Santo.

Todo lo cual nada tiene que ver con no valorar su papel importantísimo en la Iglesia de Dios. Si lo que ofende y molesta del pensamiento de Benedicto XVI es que parte de la convicción de que para él el mensaje cristiano representa la verdad, una verdad no anquilosada, sino sometida a continua búsqueda, ¿qué diremos? Que Dios sea bendito, porque su fortaleza la necesitamos en una época que no concibe la posibilidad de una verdad, ni la convicción moral en los negocios, ni en las relaciones humanas, ni en la ciencia ni en la política. Por eso os invito a orar, para que el Papa mantenga su libertad bendita y ésta no se arrodille, desarmada y náufraga, sometida al vaivén de las modas, de modo que fuera nuestro Papa incapaz de remar contra corriente.

Nos lo ha pedido explícitamente él mismo, en la homilía del domingo, cuando comenzó su ministerio como obispo de Roma y Pastor universal : «Y ahora, en este momento, yo, débil siervo de Dios, he de asumir este cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo seré capaz de llevarlo a cabo? Todos vosotros, queridos amigos, acabáis de invocar a toda la muchedumbre de los santos (...): no estoy solo. No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce. Y me acompañan, queridos amigos, vuestra indulgencia, vuestro amor, vuestra fe y vuestra esperanza (...) Sí, la Iglesia está viva; esta es la maravillosa experiencia de estos días (...) Ella lleva en sí misma el futuro del mundo (...). La Iglesia esta viva; está viva porque Cristo está vivo, porque Él ha resucitado verdaderamente».

Eso haremos, queridos hermanos; orar por nuestro Santo Padre el papa Benedicto, pedir por él, por su persona, por luchas que son la nuestras, sus alegrías y sus penas, que son las nuestras. Oraremos ahora con la Señora, la Madre de nuestro Maestro; lo haremos con el Magnificat, la oración de los verdaderamente pobres, mientras incensamos el altar, que es Cristo, y con las preces de esta preciosa oración de Vísperas por el ministerio de nuestro querido papa Benedicto XVI.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid