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Carta semanal
Salvados, pero ¿para qué?
30 de marzo de 2003
Publicado: BOA 2003, 139.
Supongamos que se admite que hemos de ser salvados, y que en esa salvación no hay por qué tener miedo de Dios. Inmediatamente surge una tercera cuestión: ¿Qué aporta en el fondo esta salvación cristiana? Es decir, ¿en qué consiste? ¿Cuál es su contenido? ¿Qué es en realidad la salvación? ¿Esperar en unos bienes del más allá, como la inmortalidad, la eternidad, el reino de Dios en el cielo, etc.? No parece interesar a muchos en esta generación o desde hace algunas generaciones. ¿Estará la salvación en un cumplimiento en este mundo, por ejemplo, en la liberación, la justicia, el reino de Dios en la tierra? Un poco complicado de conseguir.
Salvados, pero ¿para qué? Ciertamente la salvación debe afectar al ser humano en sus aspiraciones más profundas, aunque sean a veces las menos visibles. Al hombre no le basta saber, ni le basta hacer; necesita conocer el sentido, el significado último de lo que sabe y de lo que hace, tener ante sí una esperanza, una ruta, una finalidad que imprima una dirección y una orientación a todo lo que emprende. Algo así como el componente cultural, que impulsa a jugarse todo por algo valioso. Justamente la palabra “destino” o “salvación” suscita en su interior la idea de que la intención y la finalidad de su ser tienen un sentido “más allá de”. El hombre está hecho para algo más de lo que ve.
En el fondo hay que reconocer que se encuentra en nosotros una dimensión oculta, que se puede llamar “mapa del cielo”, como el que se dice tienen las aves migratorias. Es también como una lamparilla trémula, vacilante, sometida a todos los riesgos, pero que tenemos que amparar y proteger con nuestras manos, ya que ha sido colocada en nosotros por Aquel que ha hecho de nosotros una maravilla casi insospechable a nuestros propios ojos, pero a quien tenemos el derecho de creer y el deber de amar. El hombre no puede comenzar a salvarse más que cuando tiene una idea de ello y le parece posible porque lo experimenta. Ese Alguien le acoge, le comprende, le acepta, le abre camino, de modo que podamos exclamar como san Agustín: «Nos has hecho, Señor, para ti». Somos, esencialmente, hijos e hijas de Dios, hechos a su imagen y semejanza.
«El hombre supera infinitamente al hombre», decía Pascal. El “mapa del cielo” permanece, aun en el más degradado de nosotros, porque el ser humano ha nacido para elevarse sobre sí mismo. ¿No será el mal y el pecado lo que nos impide llegar hasta nosotros mismos? De ese mal y de ese pecado salva Cristo, al abajarse hasta nosotros y acogernos en su amistad y en su acción salvadora, que nos hace pasar de las tinieblas a la luz. Es lo que celebramos en la Semana Santa y, más concretamente, en el Triduo Pascual de Cristo muerto, sepultado y resucitado por nosotros y para nuestra justificación; pero no celebramos como mero recuerdo de un pasado que no vuelve, sino como acontecimiento que se repite con toda su fuerza.
† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid