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Carta semanal
Hablamos sobre la salvación (II)
9 de marzo de 2003
Publicado: BOA 2003, 135.
¿De qué tengo que salvarme?, pregunta hoy la gente. ¿Por qué se dice que tenemos que salvarnos? ¿En qué se nota que es necesaria la salvación? Son preguntas fundamentales, pues en todas las civilizaciones, no sólo en la judeocristiana, los hombres y mujeres han dicho: hay una salvación, no sólo capaz de ser esperada y recibida, sino digna de ser anhelada y cuyos beneficios es posible disfrutar. ¿De dónde viene esa constatación? ¿No será la salvación un “invento de los curas”, que dicen que somos pecadores? Así, además, conseguirían conducirnos a Dios por la fuerza y por el miedo. Y el razonamiento concluye: estamos ya en una sociedad libre de miedos; no hay, pues, pecado y, por tanto, ¿de qué tengo yo que ser salvado?
No está dicho ni escrito, sin embargo, que en la idea de salvación se trate esencial, única, ni siquiera principalmente, del pecado. En la conciencia profunda, la salvación no es una realidad negativa, un “salvar de (una cosa)”. Es ante todo una idea positiva muy bien recogida en palabras como salvus (‘fuerte, sano, sólido’) y salvare (‘hacer fuerte, guardar, conservar’). Salvar es llevar a una persona hasta el fondo de sí misma, permitir que se realice, hacer que encuentre su destino. Se trata, pues, de una aspiración unánime de los seres humanos. Todos tendemos a ello, como algo que da sentido a nuestra vida. El hombre y la mujer, a quienes se ha definido como “ser inacabado”, sienten el deseo de algo más y mejor.
Se trata, por tanto, de una idea totalmente positiva y que el Nuevo Testamento recoge en términos religiosos: salvación. Es una aspiración que hay que descifrar independientemente de toda idea de falta o caída. Deseo, propensión, espera, que constituyen casi la definición del ser humano: un “ser tenso hacia”, cuyas aspiraciones se cumplen en la llamada cristiana: «Yo he venido para dar la vida a los hombres y para que la tengan en plenitud» (Jn 10,10). No se habla aún de pecado, aunque éste exista.
Porque hombres y mujeres tienen que pasar, eso sí, por la experiencia de no pocos obstáculos y dificultades en este camino de cumplimiento de sí mismo. ¿Y cuáles son esos obstáculos? Seguramente podrían citarse muchos. Enumeremos sólo la muerte, el mal y la fatalidad, esa ausencia frecuente y clamorosa de libertad. Todo eso nos hostiga como otros tantos impedimentos y asechanzas.
¿De todo eso nos salva Jesucristo? Ciertamente. ¿Qué significa en el fondo la idea de salvación sino que no hay nada irremediable ni definitivo? Todo puede volver a comenzar, todo puede recuperarse, o sea, salvarse. No, tú no eres un drogadicto, tú no eres un ladrón, como si se tratase de tu naturaleza o de una situación irremediable. Tú has robado, has tomado droga, pero tú puedes salir de eso. La situación no es definitiva, pero necesitas que te ayuden para salir. El ser humano, en el inicio, dijo: «Tuve miedo y me escondí» (Gn 3,10), pero después se nos ha dicho por Cristo: «Levantaos; no tengáis miedo» (Mt 17,7 y pássim), verdadero leit motiv del Nuevo Testamento.
† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid