Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Necesitamos maestros

2 de febrero de 2003


Publicado: BOA 2003, 18.


Estamos en el inicio de febrero, con un curso escolar y pastoral que llega ya a la mitad de su recorrido. Hemos celebrado el 27 de enero a san Enrique de Ossó, maestro de catequistas, y el 31 a san Juan Bosco, padre y genial educador de adolescentes y jóvenes. Necesitamos maestros y testigos como éstos de cara a esa tarea siempre inacabada de la Iglesia: nutrir y educar en la fe.

En esta educación en la fe participan padres, sacerdotes, maestros, catequistas, testigos de la fe para los que deben crecer y elevarse: los que han de ser educados. No hace mucho afirmaba el filósofo cristiano Carlos Díaz que, al menos en tres “oficios”, coinciden vocación y profesión: en el sacerdocio, en la medicina y en el magisterio, los cuales tres buscan sanar y, en esa medida, tienen algo de rabínicos, incluso de sagrados, algo de diacónicos o serviciales. Por lo cual las tres son profesiones de autoridad.

Pero este término autoridad (auctoritas) es vocablo rico en raíces: tiene que ver con “auge”, “aupamiento” de los alumnos o educandos; también con “auxilio” y con “autoría responsable”. El maestro debe ayudar, en efecto, a crecer a los que educan y para eso él debe autoaminorarse, hacerse de menos. De ahí viene la palabra ministro, el que sirve. Pues no hay una relación verdadera magisterial que no sea servicio, esto es, ministerial.

Feliz aquella familia, escuela, parroquia, diócesis, sociedad donde quien más sirve es la autoridad y, por tanto, los maestros, sacerdotes, catequistas. Claro, porque al elevar al otro por encima de uno, como hacen los padres y los maestros verdaderos, quienes elevan no pierden su propia estatura, sino que ganan la estatura del elevado sobre sus hombros. Lo hermoso de la relación entre el que enseña y el enseñado o discípulo, es que éste puede estar más elevado (de hecho en francés alumno se dice élève), pero seguirá llamando a aquél maestro, pues lo elevó. Al discípulo hay que alentarle y fomentar en él lo bueno, ayudándole con toda clase de palabras, estímulos y premios, y jamás desalentarle.

Quien encuentra un maestro, como en el caso de encontrar un amigo, encuentra un tesoro. Porque los cristianos hemos encontrado un Maestro, de quien somos discípulos y por quien hemos sido elevados, aupados, nosotros intentamos en la educación en la fe ser maestros. Pero sólo Cristo merece este título en propiedad; los demás, lo somos por gracia y pálidamente.

Pero, ¿no es magnífico intentar elevar a otros y realizar la mejor de las promociones, que es la de colocar al discípulo o al alumno en situación de caminar por sí mismo, gozando de las óptimas oportunidades para ser mejor hombre o mujer? Eso también ocurre en la educación en la fe en nuestras parroquias y comunidades: los cristianos, que han de ser estupendos ciudadanos, acceden a la fe cristiana o la consolidan al encontrarse con Cristo Jesús, el Maestro que mejor enseña la Vida.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid